Una vez, cada siete o diez días, llego a visitar al sol. Lo abrazo, y él me abrasa. Lo acaricio en su calor intenso y sofocante, lo palpo y lo oigo rugir. Lo siento bullir pegado a mí como continuación de una piel que no tiene. Debo parecer un anciano con su oído en la noche oscura, pegado a la ladera del volcán. Esto es lo opuesto, todo luz. Murmullo único y desgraciado que lo condena a su soledad, diálogo unísono de fuego y fuego.
Lo miro fijo en donde imagino los huecos de sus ojos, y conjeturo parpadeos. Gentil abrir y cerrar de esferas sin iris, y así lo hace. Su cabellera es de oro incandescente. Ya se dijo millones de veces, pero sólo yo me acerco a rizar sus bucles de llama.
Quema. Quema mis manos hasta llagarlas, tanto que por varios días no puedo más que ir por vendas de algas al fondo del lago, sin sentir ni frío ni calor.
No recuerdo haber comenzado mis viajes al sol. No sé si comencé o fui nacido llagado de su relación. Ni veo en mi memoria la decisión de un primer periplo. Las certezas que tengo son del movimiento de las algas que me curan, flotando en el lago, en camino a la montaña del oeste.