Marley en dos tiempos
En la calle el sol ardiente desconcertaba los humores. Marley sentía vivir en la gruta de un volcán. Retrocedió por ropa fresca y arremetió con su día. Eran las doce. El tren subterráneo esta vez dejó un incómodo malestar en ese hombre desdibujado, impulsado a caminar por los túneles en busca de una idea. El ruido de las ruedas aceradas acompañaba a un músico de andén que tocaba un carnavalito. Era como si un ave degollada, desangrada, enrojeciera la fuente donde pretendía refrescarse. La imagen le desagrado. Pensó en ese muchacho que competía contra el ruido y le dio un billete de los chicos. Bajo en Jujuy para combinar con la línea nueva. Todo le pareció un chiste. El tren se escondió en el agujero y parecía escucharse el sikus desde aquel fortuito mar de chispas. Con la escalera mecánica se sintió un monje en elevación. Había tomado vino en el almuerzo. No debió hacerlo. En el hall superior, dos chicas flacas y desarrapadas cantaban gregoriano. Una gorra vacía de toda moneda delataba el espanto. Estaba decidido, todo o nada. Iba a proponer por fin el plan a Burucúa, aunque algo lo frenó. Lo moral, lo ético. Nunca supo de esa diferencia.
Burucúa espantado sintió miedo y ansiedad. Su ambición desmedida dejó para el silencio las objeciones lógicas y fue por las herramientas de cortar. La noticia nunca fue clara, los diarios no supieron explicar. Un explosivo de gran potencia había destruido las oficinas de registros del Banco de Deudas y Créditos para Viviendas Humildes. Dos empleados de mantenimiento sospechosos del hecho eran dejados en libertad sin nada en su contra que pudiese señalarlos. Las cámaras apagadas, las alarmas desconectadas, los empleados de seguridad dormidos y retirados del lugar salvaron sus vidas.
Con el tiempo, aquel viejo edificio de paredes grises fue olvidado junto con las esperanzas de cobrar las deudas; aquella incertidumbre sobre lo moral y lo ético quedó arrumbada; otras dudas ya más metafísicas inundaron las diánoias de Marley y Burucúa. Luego, con el paso del tiempo, alguna vez se tentaron con el registro de multas; pero ya era tarde. Solo daban empleos a jóvenes con los papeles en orden.
En la calle el sol ardiente desconcertaba los humores. Marley sentía vivir en la gruta de un volcán. Retrocedió por ropa fresca y arremetió con su día. Eran las doce. El tren subterráneo esta vez dejó un incómodo malestar en ese hombre desdibujado, impulsado a caminar por los túneles en busca de una idea. El ruido de las ruedas aceradas acompañaba a un músico de andén que tocaba un carnavalito. Era como si un ave degollada, desangrada, enrojeciera la fuente donde pretendía refrescarse. La imagen le desagrado. Pensó en ese muchacho que competía contra el ruido y le dio un billete de los chicos. Bajo en Jujuy para combinar con la línea nueva. Todo le pareció un chiste. El tren se escondió en el agujero y parecía escucharse el sikus desde aquel fortuito mar de chispas. Con la escalera mecánica se sintió un monje en elevación. Había tomado vino en el almuerzo. No debió hacerlo. En el hall superior, dos chicas flacas y desarrapadas cantaban gregoriano. Una gorra vacía de toda moneda delataba el espanto. Estaba decidido, todo o nada. Iba a proponer por fin el plan a Burucúa, aunque algo lo frenó. Lo moral, lo ético. Nunca supo de esa diferencia.
Burucúa espantado sintió miedo y ansiedad. Su ambición desmedida dejó para el silencio las objeciones lógicas y fue por las herramientas de cortar. La noticia nunca fue clara, los diarios no supieron explicar. Un explosivo de gran potencia había destruido las oficinas de registros del Banco de Deudas y Créditos para Viviendas Humildes. Dos empleados de mantenimiento sospechosos del hecho eran dejados en libertad sin nada en su contra que pudiese señalarlos. Las cámaras apagadas, las alarmas desconectadas, los empleados de seguridad dormidos y retirados del lugar salvaron sus vidas.
Con el tiempo, aquel viejo edificio de paredes grises fue olvidado junto con las esperanzas de cobrar las deudas; aquella incertidumbre sobre lo moral y lo ético quedó arrumbada; otras dudas ya más metafísicas inundaron las diánoias de Marley y Burucúa. Luego, con el paso del tiempo, alguna vez se tentaron con el registro de multas; pero ya era tarde. Solo daban empleos a jóvenes con los papeles en orden.
Cercamientos…
El fin de toda religión
Kenig va. Si tuviese un biógrafo, solo escribiría sobre sus fines de semana; Kenig, sábados y domingos de manera ritual sale al ocaso. Sale al ocaso y mira al sol desde un espejo, para simular el alba. Camina por las calles cuando las sombras se estiran y luego de algún rodeo enfila al centro. Si piensa en mujeres es porque se distrajo. De él, apenas se puede imaginar alguna charla anónima en la cola de un concierto de música elaborada; pero Kenig va. Una y otra vez. Va.
Kenig no es amable. Es una persona que guarda respeto y sabe mantener distancia de todo ser que se acerque a menos de dos pasos. Es huraño; su falta de amabilidad es economía, más no desdén por la humanidad.
Kenig había sucumbido ante esa mujer con quien apenas mercó una botella de vino y algo para comer; esa mujer con quien quedó charlando treinta y siete minutos sin distracciones.
Había despertado cierto amor. Al salir de ese barroco cuchitril llamado almacén de ramos generales casi choca con una persona, seguramente testigo de los últimos minutos de la plática. Los más vergonzantes. Kenig sonrió maliciosamente y se fue. No se conocían ni se tuvieron en cuenta. Nunca había sido seductor ante un público.
Al volver a su casa Kenig pensó en las fisuras de las cuentas de su oficina. Miró hacia adentro del Banco de su cuadra e imaginó su silencio nocturno. Un antro vacío y mudo al que comparó con su humilde trabajo junto a Burucúa. Quedaban en la calle él y Jaime, el señor del kiosco. Luego se fue a dormir. Deseaba cocinar una tarta pero no lo hizo. Así, amaneció con hambre. Kenig es muy lineal.
La noche siguiente, otra vez Kenig se cruzó con ese vecino flaco y desgarbado. Estaba con un perro. Ninguno de los dos tenía atractivo. Pensó que era por eso que salían de noche. Perro y vecino afeaban la noche. Mas, Kenig la enaltecía sin saberlo. Por un momento pensó en la situación inversa pero rápidamente volvió a una paz estética nunca confirmada; rara vez se miraba en los espejos.
Parecía una rutina nocturna. Acarició al perrito y se fue a dormir sumido en su ritual. Cuando puso la cabeza en la almohada se decidió por no sacralizar nunca más sus pasos. Basta de poesía, se dijo. Y planchó su cuerpo en una cama prolija y fresca.