Desentendida, una joven mujer escapa de la lluvia. Moderna, etérea, sonora. Entre los autos que extreman los chillidos de sus ruedas al rodar en el asfalto mojado, un grito ameno y atrevido se destaca en soledad. Son niños que discuten en la vereda; juegan con palabras. Irrumpen desafiando al agua.
Ensimismada, en música y palabras, la mujer corre. Sin prisa de asedio, trota; flotando sobre abigarradas baldosas, corre. Trechos cortos, saltos menguados en el suelo desparejo; fluye.
Busca un agitado resguardo de los cielos, que descienden en la forma de agua helada. Esa mujer hermosa, corre sin medida. Su paraguas se desarma. El cabello oscila, y en el agitar, salpica. Acomoda su ropa y presurosa entra a la confitería. Al rato, ya sentada, mira en su recuerdo los pasos recientes y pide una porción de torta. Estación sin tiempo hasta que la lluvia deje de caer. Y así ocurrió, para hacer real el regreso a casa bajo nubes plateadas que derivan sin sol.
Abrir la puerta y correr las cortinas fueron un mismo acto. Ambigüedad en los colores celestes; claroscuros, porque no es la noche, claroscuros que no son del día. Fuego y mar en los techos de la ciudad. Es el limbo del ocaso cuando la lluvia y el sol ceden de agonía. Enciende la radio y una melodía rapeada en clave hereje impregna una sonrisa. Las huellas olvidadas en suelos anteriores no son más que arqueología. Sola en casa, descalza se deshizo de sus prendas húmedas; sola en casa, mutó su piel hacia ropas secas y livianas.
Hace café y desempaña los vidrios; gracias a un trueno lejano redescubre la tormenta al otro lado del vidrio. Descree de las gotas repartidas en el aire, atiende solo los reflejos de la lluvia que se adhieren al vidrio, a cada vidrio. Son nobles derrames que entorpecen la mirada; gotas verticales peregrinando en la ventana. Pequeñas lupas de un mundo exterior que la declaman. Protege sus macetas, araña la tierra; acerca la mirada a esa urbe diminuta y distingue, al menos en aquel instante, cinco clases diferentes de verdes atonales.
Una hora más tarde, una cucharada de yerba maquilla el mate. Se intuye libre de todo albedrío. Acurrucada en almohadones de espuma y heno imaginario, aplaza hasta más tarde toda comunicación. Revisa el fuego de la estufa y se hipnotiza como el griego que habló de dioses en la hoguera cotidiana. Toma su oportunidad y cierra los ojos para crear otro sueño. En ese momento, entiende que descansa. Pasa un rato, uno solo. Es un largo instante de tomar la decisión. Una puerta que es abierta y la escena muta sin perder la calma. Una habitación repleta de colores saturados en telas y sogas infinitas la recibe como espacio que espera su ángel. Ella se descalza nuevamente y toma de una de las telas; será como ascender en el mástil de un barco sin timón ni timonel, y deslizarse entre sus velas en aguas de estanque.
Pasan los segundos y ese ángel que supo respirar pende como un pétalo aferrado. La lluvia ha quedado lejos, externa y dislocada. Serán tres o cuatro movimientos repetidos, será una danza de planeta sin órbita. Ella y su tela azul del tiempo. Por fin, juega a desvanecerse de toda gravedad cayendo en un instante, y detenerse en otro, para que su cabello señale un falso suelo de espuma. Y así, quedar otros segundos columpiando como en sueños; en sueños alcanzados de suspiros de aire fresco.