Baro Vera gobernaba en las sombras, Loco Gati alteraba la corte con sus caprichos. Don Cosme atendía cada manía con aire de estratega; sopesando al destino y respetando la rutina. Jugando a repetir. El hombre regaba sus plantas, recogía el diario y antes del primer silbido de hervor preparaba exactamente doce mates, precisa cantidad que dejaba vacío un termo rojo con un calco de un hotel de Villa Carlos Paz.
Baro Vera esperaba pacientemente que Cosme desayunara para pedir una primera atención, un poco de comida a modo de agasajo y la salida al jardín, para recorrer el estado de las flores y plantas de la parte exterior de la casa. Lujos que en las calles no podía darse. Loco Gati no tenía horarios. Gozaba un privilegio, la libertad. Salir, entrar, vivir la noche, conocer el amor, disputar por el honor, o no hacer nada. Don Cosme reverenciaba humildemente aquellos albedríos, no sin envidia, pero el destino –otra vez el destino- había ubicado en los opuestos de una escala injusta, a uno y otro. Baro Vera y Loco Gati casi no dialogaban. Pocas veces se entendian con sus cuerpos, rara vez un roce, y solo los podía unir el sol de la mañana cerca de las rosas, pero Cosme trabajaba a pocos pasos y esas labores humanas rompían la paz. Cosme terminaba de limpiar y ordenaba sus mimbres vírgenes para informarlos a pedido. Hoy unas sillas, mañana una pequeña mesa, un caprichoso adorno, o nuevamente sillas. Así la vida.
Los mediodías Baro Vera pedía paseos, y Cosme acataba con la paz de los sin voz. Loco Gati nunca atravesó la puerta del palacio. Heredaba aquella casa cada vez que Baro Vera daba sus paseos. Era el momento en que Cosme preparaba de tomar. Baro Vera volvía sediento, y Loco Gati imitaba falsamente esa sed tan solo para compartir un momento.
Pasaban los años y Cosme envejecía, Baro Vera perdía cabello y Loco Gati energía. Pero el mundo del palacio repetía día a día el correr de las manivelas horarias. Solo una mañana Loco Gati trajo un arañazo típico de pelea felina, pero Cosme simuló no darse cuenta para no herir su orgullo. Una tarde Baro Vera fue picado por un tábano perdido en la ciudad, pero apenas ladró mientras Cosme retiraba el aguijón. Solo fueron gruñidos de agradecimiento, después de todo era quién mandaba en la casa.
Cosme no cambió rutina y gustos, apenas refrenó el ritmo para no quedar cansado por la noche. En las tardes a la hora de regar sus plantas soñaba con tener un árbol de paltas, pero era una ambición desmedida, y se conformaba disfrutando de su níspero, al que subía desde chico porque era fácil de escalar.