Cinema
Burucúa salía de la oficina exctamente a las seis y tres minutos. Ese pico de tiempo era el que gastaba en atravesar la puerta y elegir la escalera para evitar conversaciones inútiles en el pasillo. Kenig tenía tiempo, apenas había pasado el mediodía. No había pensado la manera de decir su nueva.
Kenig es un emperador inca que olvidó sus documentos. Señoreaba igual que un dandy desde la ventana de un bar, donde nadie le prestó importancia. Pasaron largos minutos hasta que trajeran su cappuccino. Un mozo desinteresado intuyó que quiso azúcar y no polvo para edulcorar. Kenig era un ser normal con aires de ser normal. Estaba cómodo así.
Brillaba para él mismo. Por eso, Kenig era un ser extremadamente huraño. Economizaba sus palabras; casi sin gestos si se lo proponía, su propio rostro ocultaba su alma.
Ese día, Kenig hizo algo novedoso para esa vida de pasos lentos que sumaba para su haber, la imperturbabilidad de los filósofos, sin sus ciencias. Los griegos le decían ataraxia. Y ese hombre, aquella tarde fue al cine; Kenig entró al cine, solo. Nunca lo había hecho, tampoco imaginado. Menos: jamás lo hubiese creído posible.
La soledad no era su problema; acercarse a la boletería y pedir nada más que un asiento aparecía como falta. Como ausencia. Eran elucubraciones suyas. Kenig fue a ver una película porque se dejó llamar por uno de los rostros de las fotografías. Cuántas veces pasó por esa misma vereda e ignoró -si las hubo- toda llamada.
Pero esa mirada al cielo de una escena indescifrable, en un recorte de treinta por cuarenta asumiendo el movimiento de una alta puerta de vidrio, lo convocó. Miró una a una las fotos. El silencio que manaba del hall, enorme, tapaba los ruidos de la avenida.
Leyó el afiche y buscó su reloj. Leyó la hora como haciendo trampa. Pocas almas y alfombras suaves; ocupó una de las últimas filas. Se dio el gusto de cerrar la vista hasta descifrar el comienzo por el fin de los murmullos y los últimos crujidos de las butacas. Kenig era un ciego alerta, que aprendía a escuchar.
Al abrir los ojos una historia inesperada se desplegó en la pantalla. Kenig estaba en un cine una tarde de jueves. Una tarde más de jueves, apenas una historia. La película terminaría seis menos cuarto, el tiempo necesario para encontrar a su amigo en la esquina de la oficina.
Cercamientos…
El fin de toda religión
Kenig va. Si tuviese un biógrafo, solo escribiría sobre sus fines de semana; Kenig, sábados y domingos de manera ritual sale al ocaso. Sale al ocaso y mira al sol desde un espejo, para simular el alba. Camina por las calles cuando las sombras se estiran y luego de algún rodeo enfila al centro. Si piensa en mujeres es porque se distrajo. De él, apenas se puede imaginar alguna charla anónima en la cola de un concierto de música elaborada; pero Kenig va. Una y otra vez. Va.
Kenig no es amable. Es una persona que guarda respeto y sabe mantener distancia de todo ser que se acerque a menos de dos pasos. Es huraño; su falta de amabilidad es economía, más no desdén por la humanidad.
Kenig había sucumbido ante esa mujer con quien apenas mercó una botella de vino y algo para comer; esa mujer con quien quedó charlando treinta y siete minutos sin distracciones.
Había despertado cierto amor. Al salir de ese barroco cuchitril llamado almacén de ramos generales casi choca con una persona, seguramente testigo de los últimos minutos de la plática. Los más vergonzantes. Kenig sonrió maliciosamente y se fue. No se conocían ni se tuvieron en cuenta. Nunca había sido seductor ante un público.
Al volver a su casa Kenig pensó en las fisuras de las cuentas de su oficina. Miró hacia adentro del Banco de su cuadra e imaginó su silencio nocturno. Un antro vacío y mudo al que comparó con su humilde trabajo junto a Burucúa. Quedaban en la calle él y Jaime, el señor del kiosco. Luego se fue a dormir. Deseaba cocinar una tarta pero no lo hizo. Así, amaneció con hambre. Kenig es muy lineal.
La noche siguiente, otra vez Kenig se cruzó con ese vecino flaco y desgarbado. Estaba con un perro. Ninguno de los dos tenía atractivo. Pensó que era por eso que salían de noche. Perro y vecino afeaban la noche. Mas, Kenig la enaltecía sin saberlo. Por un momento pensó en la situación inversa pero rápidamente volvió a una paz estética nunca confirmada; rara vez se miraba en los espejos.
Parecía una rutina nocturna. Acarició al perrito y se fue a dormir sumido en su ritual. Cuando puso la cabeza en la almohada se decidió por no sacralizar nunca más sus pasos. Basta de poesía, se dijo. Y planchó su cuerpo en una cama prolija y fresca.