Alteración del ocaso

Es un domingo más, de esos en que el tiempo corre lento, cuando las sombras del atardecer se estiran en espacios multidimensionales. Como los relojes blandos del pintor. Corre el último tramo, el de las nubes de fuego en la ventana que da al oeste; el de las cortinas de lluvia en el río a las espaldas. A espaldas de la ciudad, atrás y lejos de la costa.
Después vendrá la noche, antes, el ocaso real. Ese que une en músicas sugeridas, en palabras escritas que se envían en las redes; momento en que lo real se esfuma y lo irreal martilla la realidad.
¿En el medio qué? Los feriantes empacan sus mercaderías; los más niños resisten el orden; las bestias del bosque afilan el terror y los pájaros del cielo ensayan la última vuelta. Los amantes santifican la oscuridad que nace, guiñando sus ojos; las lechuzas de la calle Monteverde maquillan sus plumas; el señor de las golosinas intima con la chica de la blusa verde. Es bonito ir de contramano en el parque del barrio del sur, cuando se es invisible, cuando se es ángel determinando destinos. Impunidad de foto desmedida.
En un rato, va a asomar el lugar, y un néctar embriagará acordes menores para que los pasos sean de levitación. Los pasos hasta la noche profunda. Hubiese sido un domingo más, pero las palabras que nombrará la radio lo habrán alterado. Se va a jugar el truco más fantástico que pudo haber tocado, donde no hay ganar o perder, porque solo toca actuar. Se actuará como en la esfera infinita del filósofo, se actuará de una y lo mismo sin que nada falte; sin que nada le falte. Alguien va a preguntar si vale la pena vivir. Entonces, ya habrá comenzado el juego. Las noticias dirán que fue otro suicidio de domingo, cuando las sombras se estiran en espacios ya sin dimensiones.