“…Las puertas cerradas del templo fijan el rumbo de las miradas. Un ángel baja de su cruz y la transmuta en llave. Los hombres que no lo comprenden miran hacia adentro. Todo sigue igual…”
Los dos amigos esperaban en los escalones de una pequeña iglesia en el barrio de Almagro. Se había hecho temprano y con las nubes ya vacías de lluvia, la gente todavía no se decidía a salir. Los mármoles gastadísimos formaban ojos de agua no más grandes que un pie, donde Leónidas miraba como por un oráculo.
– No va a venir… –predijo de ansiedad deseando ver en una epifanía, al curita que le había encargado la restauración de los marcos de unas pinturas.
– ¡Mirá el cordón! ¡Estamos en la cima!
Selmar, sorprendido y distrayéndolo señaló al hombre de la escoba que barría las hojas del cordón de la vereda. De la altura de la puerta de la iglesia hacia el este había una leve pendiente, por la que bajaba el agua hasta la boca de tormentas. El tipo volvió sobre sus pasos salpicando de agua estanca, delatando otra pendiente más leve pero de derecha a izquierda, hacia el oeste; esta vez el agua bajaba para el otro lado. Leónidas se paró de un salto y caminó hasta Treinta y Tres mirando hacia ambos lados. Volvió callado visando el descubrimiento. Los curas habían elegido el alto para construir, pero las casas de la ciudad fueron ocultando el dibujo geológico; cuando miraron para Quintino Bocayuva vieron venir a Ladislao esquivando baldosas con los pantalones arremangados.
Leónidas había hablado muy bien del cura y quería presentarlos. Trajo a Selmar para que le ayudara a cargar los marcos sin dañar las pinturas, e intuía que el encuentro entre ellos sería valioso. Le decían Ladislao o el ruso, pero era húngaro; sus alumnos lo rebautizaron así porque su nombre original era impronunciable. También le decían Tei, que significa leche; el pobre era tan blanco que en verano sólo cruzaba el patio por los bordes sombreados, y así siempre llegaba después que el resto a todos lados, o resoplando cuando le encargaban llevar el desayuno al resto de los curas. Ellos necesitaban gente que supiera de oficios y ayudara con el mantenimiento del edificio que se destartalaba de a poco, y nos querían incorporar, material y espiritualmente. Mala idea.
Charlaron los tres bastante distendidos en una pequeña habitación que daba a ese patio enorme, soleadísimo una vez que las nubes emigraron. El húngaro dijo sorprenderse día a día de ese llano en el que Dios le garantizaba -día a día- su existencia al poblarlo de niños, en la luz del sol que él evitaba, en las noches de luna cuando las baldosas delataban un dibujo desigual. La perfección y la inmensidad frente a la alteridad de lo finito. Selmar no quiso confrontar pero su historia infería lo contrario. La alteridad que proclamaba como un bien movía al anarquismo, y buscó la aprobación de Leónidas -que se relajaba por tercera vez en la tarde- para largarse a polemizar; así resumió la historia de su ateísmo.