Semanas trágicas

La segunda semana de enero de 1919 hubo mucha tristeza en Buenos Aires. Demasiado luto. Inédito y exagerado. Un exabrupto que la historia borrará de los libros escolares. Mariel estaba fría y temblorosa, acompañando el cortejo, aprendiendo, descubriéndose en los pasos pesados de sus pares. La locura enemiga fue tal que las bandas de asesinos entraron al propio cementerio a tirar contra los rojos, pero el miedo no la inundó ni mucho menos. Un alemán, camarada de la fábrica decía que lo que no lo mataba lo hacía más fuerte, y eso causaron las balas que erraron en los blancos de esos días. El movimiento se generalizó. Ese descreído nihilista que leía en la hora del almuerzo y hablaba con sentencias se volvió hacia el socialismo. Solos no podremos con estos bárbaros, exclamaba en un acento de erres arrastradas.

“Hasta los bomberos nos tiraban” diría el italiano de la pieza del fondo en el conventillo lindero a la casa de Mariel. La propia Mariel no dejaría de releer los periódicos de los socialistas, de los anarquistas, y algún folleto que traía noticias y pensamientos de las revoluciones que se daban en Europa a partir de aquellos días de truenos. Para entender mejor aquellas confusas controversias entre sus propios camaradas no dejaba de preguntar a Reno, en quién confiaba como un ángel. Sabía de Louise Michel tan poco como del balneario de Mar del Plata, pero se sentía una comunera. Imaginaba la abolición de las diferencias frente al ejército de Versalles, pero le costaba creer lo que veía con sus propios ojos: un odio encarnizado entre sus propios pares.

En un periódico del Partido Socialista encontraba que “… el comité ejecutivo cree conveniente la vuelta al trabajo…”, y en un comunicado de la FORA, “… proseguir el movimiento huelguístico como acto de protesta contra los crímenes del Estado consumados el día de ayer y de anteayer…”.

Solo ella sabe de la impresión en sus manos blancas, al curar a Reno de una bala en el brazo, la noche del sepelio del nueve de enero en Nueva Pompeya. Nunca vería tanta sangre, que Reno aseguraba era poca o casi nada, como si quisiera una mayor herida, para mostrarle al enemigo su rudeza.

Desde esos días, Mariel no cesó en formarse políticamente, ahondar en la teoría, marcar los libros y renegar de las banalidades de los diarios burgueses. Solo le faltó viajar y sentarse a escribir. El mundo del trabajo serruchó parte de sus alas pero no su corazón. Ni sus banderas.

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