Durante varios días Leónidas encontró en su casa, señales de las charlas con Jazmín. Lo tomaban por sorpresa, lo atacaban al abrir la puerta de algún mueble cayendo en su cabeza; libros fuera de lugar, discos cambiados de caja o el colador del té en el lavadero como cuchara para el jabón en polvo. En los días que ella estuvo de vacaciones atinó a poner las cosas en orden, pero Jazmín volvió. Regresó con ganas de hablar y mil preguntas para hacerle; antes de pasar por su casa lo visitó sin previo aviso, dejó los bolsos en el piso y le exigió muy dulcemente un desayuno.
Él era su laico confesor. Ella cargaba contra el muro de la realidad sin hacerse el menor daño, como si ese choque estuviese amortiguado por una enorme red de flores y hojas suaves. Antes de devolverla la llenaban de caricias, de perfumes, de frescura. En poco tiempo arremetería otra vez, y otra, y otra. Sus paquetes de sueños eran protegidos del desengaño por Leónidas, que jugaba al profeta. Pero él solo era alguien apenas unos años mayor. A veces con simples gestos hacía que Jazmín reflexionara sobre sus dichos, otras veces la miraba con desconcierto, y ella entendía.
Una noche apareció con una libreta que transformó en agenda escribiendo desprolijas iniciales en el borde derecho de las páginas impares, bien arriba. Omitió la eñe, la cu, la elle y la doble ve para que alcancen las letras; como se equivocó en la cuenta su agenda no tenía zeta y vio eso como un buen augurio. Llenó algunos renglones con nombres conocidos para hacer una venta personalizada, en puerta, de artículos probados en calidad y necesarios mes a mes de aquí a al menos seis o siete años. El tiempo que tardaría en convertirse en antropóloga, según su propio decir, como si se tratara de una metamorfosis. Con un poco de relaciones su agenda crecería hasta armar un número aceptable con una ganancia aceptable y un esfuerzo aceptable, que no era mucho.
Entre los precios de un volante de empanadas a domicilio hizo otra lista que si le iba bien sería su capital inicial: algunos discos de jazz que podría volver a conseguir, y otros de rock ya superados, todas sus novelas -cinco- para conocer nuevos autores y algunos libros marxistas de malas ediciones para empezar algún día leyendo “el original”. Siempre prefirió las fuentes a los comentaristas. Siempre había hecho lo contrario.
Faltaba saber que vender y eso mismo fue a preguntarle a su profeta personal; este largó tal carcajada que despuntó su desengaño. Entusiasmado con la lista le aconsejó conservar los discos de jazz y que apurara la venta del resto, que en poco tiempo no servirían para nada; le pidió prestado el libro de Kundera y se acordó que había comprado Miseria de la filosofía para comenzar con Marx “por un lugar intermedio” y e intentaron leerlo juntos.
Las muecas de Jazmín mutaban minuto a minuto y algo enojada le espetó:
– Yo había pensado en regalos. Todo el mundo hace regalos al menos una vez por mes y los termina comprando de apuro. Yo puedo dar ese servicio. Con una lista anticipada y un par de datos del cumpleañero, de la relación y del entorno le quitaba ese problema a sus cliente y duplicaba la sorpresa al abrirse el envoltorio.
Leónidas levantó un poco la ceja izquierda quizás para verla mejor y le apuntó a los ojos.
– Lo del entorno es porque mucha gente regala pensando más en los que ven alrededor y después comparan, critican, dictaminan; yo tengo que atender todos los casos –dijo justificando la idea, pero ya vencida.
Como no vio el termo con el mate fue hasta la cocina y puso agua a calentar. Leónidas se buscaba en la ele escrita con birome azul en el margen superior derecho de las páginas pares y sólo encontró un “López del taller de marcos”. Así se acordó que tenía que limpiar sus pinceles y volvió a lo suyo murmurando enmarcado en su sonrisa.