En un asiento del andén de una moderna y gigantesca estación de trenes, Azimel tiene la mirada perdida en sus recuerdos. Trae hacia su mente la vidriera del negocio de Don Luiggi -el anticuario- repleta de objetos; gastados por el uso y el tiempo, cansados de tanta indagación.
Los largos estantes de filos redondeados sostienen decenas de historias incrustadas; muchísimos juguetes, tristes y descoloridos; inútiles cubiertos degradados. Cuando ella cruzaba aquel portal, ese anciano bueno de guardapolvo gris y canas amarillentas comenzaba a recorrer desordenadas series de melancolías:
– Mire niña, esta foto del año veintisiete; blancos y negros retocados a mano con algunos colores. Había que tener bastante plata para hacer ese lujoso agregado. Fíjese que pesado este reloj, cadenero de hombres ricos, incómodo corazón ligado a la cintura.
Fotos ajadas, platos de pared, demasiada madera moribunda. Infinitas miniaturas repartidas como el viento en una playa de mármoles y espejos. Un santuario barrial que devoraba vivencias, atendido por un italiano ácrata con sueños de bibliotecario. Como tal, no le faltaba su colmada pila de libros y una desflecada torre de revistas perdidas; era en esas colecciones de papel donde Selmar -su amigo historiador- hurgaba para memorizar nombres o disparar ideas.
Se veía atónita, observadora, sorprendida; sorprendida al dar las nueve y media el único reloj que funcionaba de ese museo improvisado; Azimel se recuerda llegando tarde, corriendo por Defensa, haciendo ruido en la escalera. Dejando las compras para otro día y poder llegar temprano al altillo de Selmar. Apuraba los pasos sobre las veredas angostas de San Telmo hasta alcanzar la vieja puerta de la calle Venezuela, y empujarla con el cuerpo para atravesar el pasillo. Se trataba de un estrecho corredor que daba a un patio, un farol enorme y oxidado escondía un techo descascarado, habitado por arañas. Apenas tenía tres metros de largo para unir aquellos mundos espejados y a la vez dispares. Para ella, se trataba de todo un laberinto. Muy al fondo, después del patio, esperaba una escalera que ella ascendía salteando escalones y martillando el piso con los tacos; presentándose en un barullo que desbarataba cualquier sorpresa. Él siempre le guardaba una sonrisa. Siempre.
Cuenta el apurado paso de la turba en el andén y se recuerda anunciándose con un suspiro después de martillar el piso con los tacos hasta desvanecer la memoria. La última imagen es de aquella sonrisa, para fundirla a su presente e inmediata multitud. Mira alrededor y ve alejarse el mismo tren llegado hace minutos, dando paso a otro, y a otro, y a otro.
Se pregunta por los nombres del lugar, por su destino, por el barrio. Descubre que las personas que no saben el idioma pueden manejarse con los números -al menos en Hungría, al menos ella- contando cuadras y estaciones. Deja de recorrer su improvisada ciencia y sube al vagón asombrada del silencio, buscando una ventana al sol.
Vuelve a recorrer aquella pequeña escalera ferrosa de San Telmo al momento del suspiro. Esta vez no ahorra la sonrisa. Las puertas abiertas y la radio prendida como siempre; días y noches, semanas enteras de diales infinitos. La comunicación es un hechizo circular.
De esa manera entraba al cuarto de quien más amaba y odiaba a la vez en todo el mundo, que por entonces no pasaba de veinte cuadras a la redonda. Mucho movimiento con las puertas, insubordinada, saludando hacia el éter, y si él estaba para oírla, mejor.
Escribiendo en una mesa llena de papeles, con poca y gastada luz, amarilla de tanto iluminar recortes de periódicos, Selmar no pensaba de su visita más que en vigilar que no le entreverara las fotos de sus diarios ni devore la comida que estaba preparando, antes de poder cumplirse el gusto de servirla puntillosamente en la mesa.
Le hacía bien preparar en riguroso orden los cubiertos, platos y vasos colmados. Él sabía que contaba hasta la noche entre trabajo y estudio y si miraba dos veces sostenidas a los ojos de su amante abandonarían todo para besarse, o para ir a la calle a ver extranjeros en los bares y negocios del sur, o al puerto a añorar el río.
Lo sabía, y la mirada llegaba. Cenaban y partían, invirtiendo el orden de los ruidos alcanzaban la escalera, el pasillo, la vieja puerta de la calle Venezuela, los adoquines.
Un silbato la despierta. Repite para sí cierta indicación: “…son cuatro estaciones, ocho cuadras de calle diagonal, arbolada y angosta. Inequívoca señal, las ventanas azules y alguien que te entenderá al saludar. Te van a cuidar y alimentar, te preguntarán por mí y por el país. Sé amable. Sé paciente…”