Selmar relee sus apuntes y se detiene en una ajadísima edición del diario El Día de Montevideo. La fragilidad y el color delatan su antigüedad; con repetido asombro pasa sus dedos encima de la fecha. Es del año diecinueve; lee entrelíneas un recuadro señalado en lápiz: “A su paso por la orilla argentina, el húngaro Szőcs no tuvo la misma suerte que días atrás en nuestro tranquilo Uruguay … cuando en una reposada visita recorriera sus campos comprados recientemente. En la tarde de ayer, en Buenos Aires, el hombre de la nobleza austrohúngara… sufrió un intento de atentado por un maximalista. Tras el fallido ataque, el delincuente anarquista escapó ante las narices de la policía local…”. Selmar quedó pensando un rato y siguió leyendo. “Alrededor de la figura del agresor se está generando un aura singular de parte de las clases populares porteñas a raíz un supuesto acto humanitario, los vecinos aseguran… que no disparó su arma por cuidar la vida de dos jovencitas que pasaban por el lugar”. Separa ese recorte y se detiene en un papel escrito a mano, letras propias ahora lejanas en el tiempo; parecen memorias desordenadas.
“Tarde fría de domingo. Casi las cinco en mi recuerdo; me figuro un invierno de transición, sin sol y con muy poca gente. No se escuchan voces de niños ni el errar de los rodados. Yo iba de puesto en puesto mirando libros, hundido en la resignación de no encontrar.
Todavía había vecinos que la llamaban plaza Lezica y las revistas viejas no valían como en estos tiempos, al decir de Azimel: más que un códice maya encontrado en Nepal explicando cómo viajar a Marte sin aburrirse en el largo camino.”
Selmar separa el papel de sus ojos porque las letras apiñadas lo confunden. Sonríe al recordar esos delirios de Azimel encadenando lugares con objetos sin alma o adjetivados con marcas antiguas de fábricas cerradas. Respira y sigue leyéndose como a un extraño.
“…Me detuve frente a un gato perezoso que a desgano me dejó revisar algunas publicaciones mudándose a un rincón. Un tipo barbudo y desprolijo le puso precio a las revistas que separé y con una sincera sonrisa hizo algún descuento; de reojo miraba al felino.
Casi le completé el favor cuando le dije al puestero: «dame los diarios también», y el gordo dejó el mate y se apuró por primera vez en todo el fin de semana, me sacó el billete de la mano y junto con el vuelto me llenó los antebrazos de diarios amarillos y revistas deshojadas. Algunos titulares eran tan grandotes que me dificultaban caminar. En un banco cerca de Rivadavia me agarró la noche con dos periódicos anarquistas de la época de Yrigoyen. Quería viajar en el tiempo. Una incomodidad propia del que se le vuelan los papeles mientras se entera de alguna injusticia me hizo aparecer en lo de Rafael…”
Inmediatamente, Selmar guarda todo y emprende la visita a su amigo Rafael, a quien no veía en meses. En el camino pasó por una panadería y eligió doce facturas para acompañar el mate. Al pensarse sentado frente al querido Rafa se le encendió una ansiedad que aceleró su corazón. Desplegó el recorte que tenía en el bolsillo como quien memoriza un mapa antes de partir, y tocó el timbre. La alegría del encuentro se manifestó en un abrazo, interrumpido cuando Selmar protegió el paquete de facturas de las desaforadas palmadas de Rafael. Sin embargo lo encontró cansado, lo notó en sus pasos lentos, en las pausas de sus movimientos, pero ese hombre solitario estaba feliz de verlo; lo supo enseguida.
Barreto le puso algo en los pulmones que lo hizo hablar dos horas seguidas. La charla eran preguntas; el viejo era tan huraño que con sus cortos “si” o sus lapidarios “no”, lo obligaba a seguir preguntando aniñadamente. Todo acompañado por unos mates bastante calientes, que iban y venían ayudando a las hornallas de la cocina en eso de parar el frío.
Su padre había amado la poesía, jugaba con las palabras; tal vez haya inventado el crucigrama. Se aprovechó del apellido y homenajeó con el nombre de su hijo al bueno de Rafael Barret, a quien conoció en El Diario Español. Fue el día que mientras barría la oficina vio como lo echaban a Barret por el tono de un artículo. Barreto dejó el empleo en el periódico para trabajar en la limpieza de una escuela, Rafael Barret se fue enseguida al Paraguay, dejando una hilera desordenada de llamas libertarias, haciendo sentir “la infamia de la especie en las entrañas”.
Rafael Barreto hincha de Huracán. Memorioso como los elefantes y cerrado como un rinoceronte, era una biblia del anarquismo. Con mucha paciencia, Selmar le sacaba recuerdos y rearmaba lo que la historia fue borrando un poco con las verdades de los diarios oficiales, otro tanto de forma más macabra, apagando cuerpos, exiliando, silenciando. Selmar sabía que la historia no olvida ni recuerda, que sólo escriben y borran las personas. Por esa razón indagaba, preguntaba. Se preguntaba. En ese andar no desdeñaba de los viejos, de la memoria, de las canas bien ganadas y escondidas de los olvidados.
Ya en la calle nuevamente, desplegó otra vez el viejo recorte del diario El Día como a un mapa ya recorrido y repitió para sí el nombre del húngaro hasta deshojarle sus sentidos. Szőcs…