Sasha volvía del aeropuerto. El recorrido por las calles de su ciudad la sorprendió; desconcertada, descubrió que la pobreza había poblado las calles, mas nunca la hubiese sospechado tan grave. Ansiaba dejar las valijas y desmentir las imágenes que le entregaba la ventanilla del taxi con una caminata propia, disfrutar del aire fresco agitando su blusa, y comprar cigarrillos en un kiosco cualquiera para ir recobrando los sonidos de su gente.
En la vereda de una calle lateral vio a unos chicos comiendo pizza sentados en el suelo. Un sabor melancólico quedó en su mirada, ahora más cansada.
Al llegar a su departamento lo primero que hizo fue levantar el tubo del teléfono para asegurarse que estaba comunicada. El tono perfecto del La que usaba para afinar la guitarra cuando era algo más joven la llevó a buscar su agenda. En menos de dos horas irrumpió en una reunión con sus amigas; nadie sabía dónde había estado. Ninguna de ellas sospechaba su misión. Quiso pasar desapercibida y logró lo opuesto.
Ángela y Esteban eran sus únicos testigos; además de cuidar la casa y al gato durante el viaje a Europa, disimularon ante los vecinos la ausencia de Sasha. Hasta que inventaron lo de la mudanza mintieron una leve enfermedad; leve para no llamar a males reales porque Esteban era profundamente supersticioso.
Sasha entró a la reunión entusiasmada con la música, saludó selectivamente de cerca o de lejos según sus afectos o su memoria. Casi no había desconocidos, estaba a gusto y se sentó en un sillón hundiéndose lentamente hasta relajarse y suspirar. De la terraza llegaban voces entrelazadas con gritos y fuertes carcajadas. Hablaban todos a la vez. Definitivamente estaba en Buenos Aires.
Ángela se sentó a su lado y la puso al tanto de su parte. Selmar había adelantado con su ensayo, desde que consiguiera los escritos de Reno el anarquista. El intento de atentado había sido exactamente el 28 de septiembre del diecinueve. Dos chicas muy jovencitas, ambas embarazadas, salían de un consultorio médico de la calle Puán, llegando a la esquina en paso lento. Había un pomposo auto y gente; mucha. Se quedaron mirando la exótica escolta de un hombre extraño de largos bigotes, un gran saco y un bastón que parecía luminoso. Había curiosos. Por detrás apareció un aparente ladrón vestido de negro, frondosos bigotes amparados en una enorme barba, exagerada y desprolija. El desconocido sacó dos armas no muy grandes una en cada mano, y apuntó a las jovencitas. Eso pareció en un principio, porque el hombre del bastón estaba en el medio y totalmente distraído, pero atrayendo rápidamente los focos de ambas armas hacia su encorvado cuerpo. El de negro atravesó con la mirada el cuerpo del diplomático -la noticia en los diarios lo vinculaban al emperador Francisco José, muerto pocos años antes- y volvió a encontrar a las chicas ahora mostrando el susto en sus rostros aniñados. Pero no disparó, dio unos cortos pasos adelante para no errar el magnicidio, y mirando por tercera vez hacia las jóvenes que aterradas se habían tomado de las manos desapareció del cuadro en una súbita corrida. La payasesca guardia apenas reaccionó y devolvieron al viejo, asustadísimo, al coche negro que lo había traído.
Esteban interrumpió la charla con tres vasos de vino fresco y las invitó a subir a la terraza. Una escalera angosta los transportó ante un improvisado fuego sobre chapas y ladrillos. Se sumaron a una desordenada discusión filosófica acerca de palabras. Sasha dijo susurrando:
– Se habla de lo que se habla…
Ángela se protegió del frío acercándose a las llamas, distrayendo a Esteban para que no intervenga en la disputa. Sasha miró al cielo pensando en visitar a Selmar lo antes posible.