Navidades

“…De chico la navidad enardecía mi mística; buscaba en el cielo alguna manifestación de trascendencia; ¿en qué otro lado buscar cuando se es niño? La escuela traería ídolos del deporte y nuevas religiones; por el contacto con otros nenes, los dioses de los ávidos mutan con premura, pero el cielo jamás. No conocía el mar, ni las montañas. Buscaba entre las estrellas con la certeza de ser visto quién sabe por quien. Y fue en las navidades donde hice mis primeras investigaciones filosóficas. Cómo no pensar en dios en esos tiempos de las nueces y el arbolito, de la gente desbordando negocios y de los babilónicos intercambios de tarjetas. Todos hacían referencias al hijo, al padre y a la virgen, a los animales del pesebre y a los reyes en Belén, pero la querella sobre la existencia de dios cedía ante la expectativa de regalos inimaginados. Empecé inventando teorías que justificaran su existencia pero como siempre caía en razones inverosímiles un día glorioso terminé la cuestión con la anulación del problema divino sobre la divina persona. Todo pasó a ser más fácil…”

“…Pensar en dios, pensar en las estrellas era plantearse el infinito. Mis primeras experiencias me remontan al jardín de infantes. Recuerdo un patio grande en un colegio de la calle Pazos y una patota de pebetes con delantales a cuadros corriendo en malón hasta una altísima pared sin revocar. El patio también era a enorme y creo recordar un sol amarillo como un limón. Debo haber razonado que si lo infinito era dios y el patio era infinito, dios estaba todo pisoteado por semejantes vándalos; no podía ser. Había escuchado que estaba en todas partes; fue en la cola del papero en el mercado Del Sur mientras mi mamá revisaba las cebollas de un cajón mugriento. Había dos viejitas vestidas de negro que recorrían enfermedades y remedios; las ancianas nombraban a sus maridos como el mío y el tuyo. Recuerdo también sus bigotes espinosos y el pañuelo de una de ellas que arrastraba los hilos de una telaraña destruida. Todavía no tenía agendada la palabra panteísmo, pero de eso se trataba. No recuerdo que aquello me turbara, dios en todas partes, como después el fútbol quedó descartado de mis creencias cotidianas…”

“…Pero los pastores insisten. A los veinte un cura de la iglesia San Camilo me quería convencer con sus ideas. Yo jugaba bien al futbol y en el equipo les hacía falta; antes de los partidos todos iban a comulgar mientras yo me quedaba pateando en la vereda. Esa alteridad desmembró uno a uno en su rebaño. Era duro de roer. Me había reafirmado como anarquista el día que Floreal del partido comunista aseguró que no me afiliaba por miedoso, cobarde y otros adjetivos descalificativos que sumó. Era muy difícil asumirse libertario, y pensar como posible un mundo sin estado. Justamente sin estado, en la época de la omnipresencia que venía del aparato burocrático, el crédito y las coberturas sociales. Pero el anarquismo daba la comodidad de zanjar cuestiones antes de empezarlas, y muchas veces daba las respuestas antes de buscar las preguntas; como en el futbol, se trataba de una gambeta…”

Ladislao estaba bien formado y era capaz de sostener una disputa filosófica sin caer en arbitrariedades, sabía argumentar y decía que “creía en dios porque primero lo entendía”, como los tomistas. El muy pillo sin embargo, llegó a exclamar “creo para entender”, jugando abstrusamente con las dos posiciones entre fe y razón según su conveniencia. Esa mueca llamó la atención en los amigos, incentivando una sana desconfianza, al punto de indagarlo hasta el rubor. Leónidas viró el coloquio para el lado político y lo llevó a Europa. Así les contó de los tanques soviéticos y la época dorada de Puskas. Él había sido hincha del Honved.

Leónidas escuchaba atentísimo codeando a Selmar cada tanto para que devuelva el mate; estaban cautivos del relato cuando “Tei” recordó la charla que tuvo en Budapest, en su último viaje, con un anarquista muy anciano que decía tener un tesoro. El viejo, un latino que juraba pescar bogas en el Danubio le había pedido ayuda para encontrar a sus dos herederas en América del Sur. Ladislao lo tomó por loco y se limitó a escucharlo cada vez que el viejo se lo pidiese. Ellos sospecharon que la historia estaba incompleta, pero su curiosidad iba hacia las revueltas contra András Hegedüs, dejando al viejo del tesoro de lado. Una sana turbulencia recorrió sus venas cuando Ladislao detalló la fecha de su viaje al sur: noviembre de mil novecientos cincuenta y seis. Algo había tenido que ver en la revolución contra el gobierno pro-ruso, no había ninguna duda. La pava permitió un último mate, y a medias prometieron reunirse lo antes posible. Llevaron con cuidado los marcos; a mitad de camino, Leónidas invitó a comer.

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