Mangialavoro

Otra vez elige San Telmo. Azimel tenía que contarle a Selmar de su encuentro con Carmelo. Resulta que desayunaba gratis en lo del gallego y entró alguien, muy desalineado, un poco gordo y bastante gritón. Después de acaparar la atención de todos, y no perder detalle de cada mesa se las ingenió para sentarse en la mesa de Azimel, con la ayuda del mozo nuevo, que bregaba por ganarse su confianza; terminó ofreciéndole un trabajo. Era para desconfiar por el aire fanfarrón de tamaño personaje, pero Azimel estaba sin un cobre y su dependencia se le hacía intolerable.

Era un habitué. Entraba al salón como si lo estuvieran esperando. Saludaba hasta a las servilletas, se sentaba enfrente de Marcelito el lavacopas; por el precio de un café con leche tenía un sobrinito a quien aconsejar las cosas que no hizo cuando él mismo trabajaba en la verdulería. El pibe lo oía porque así se entretenía, pero de creer todas las anécdotas que debía escuchar del tano, ya tendría ciento veintisiete años vividos con plena intensidad. Si agregamos los bolazos y lo que quedaba por contar el viejo era inmortal. Decían que dormía en una covacha y que acumulaba en el almacén una frondosa libreta marca Norte. No era cierto.

Carmelo Ruggiero Mangialavoro, fabulador profesional. La cara llena de pliegues indicaba una vida de buen comer, regordete hasta en los bigotes; llena de marcas de tanto gesticular pues a la hora de mandar historias el hombre interpretaba, hacía voces; de ser necesario se tiraba al piso. Era un actor con a mayúscula. Aprendió en el tiempo que pasó en su verdulería de Parque Patricios. Todos los días de Dios, con gripe, bajo mamúas o depresiones.

– No falté nunca –decía con orgullo– mejor que Sarmiento porque allá en San Juan no llueve nunca y Buenos Aires es inclemente, como los reyes.

Sabía de tango, del peronismo y sabía todas las calles de la ciudad. De fútbol era una biblia. Supo hacer favores y beneficios. Cuando le sobró algún metálico lo dejó en Palermo.

A la hora de guardar pertenencias, su límite era un pequeño bolso azul. No se le conoció casa ni hotel. Siempre se iba por la noche. De día siempre estaba. Había borrado del diccionario las palabras no y nunca.

Carmelo Ruggiero.

Mangialavoro.

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