Selmar tiene la mente puesta en su relato. Piensa en sus personajes, piensa en Ariadna como un demiurgo que diseña al viento. En los márgenes de sus apuntes escribe para ella:
“Cuando Ariadna pone sus manos sobre las cosas, usa siempre el centro de la mesa; este vaso, aquella botella de ron, aquel cuaderno; sometidos con sus manos, durando los momentos. Lejos del borde. Ariadna se sienta a mirarlas, y las acaricia con sus ojos llenos para que esos cuerpos vivan. Se iluminen y tomen aliento.”
Conoció a la Ariadna verdadera en una tarde de mucho frío, comprando lápices de grafito blando para intentar dibujar unos bocetos. Mientras se decidía entretenido acariciando con la yema de los dedos las pequeñas gomas de borrar que coronaban los lápices, la impaciencia del vendedor aumentaba haciéndose ver en un rojo intenso desde el cuello hasta la frente. El hombre mayor, algo canoso y desarreglado, con un movimiento eléctrico en los dedos de sus manos martillaba la vitrina. Debió ser muy notoria la expectativa de la venta porque una risa suave y seductora a sus espaldas lo trajo de nuevo al mundo. Selmar dejó los lápices sobre el vidrio separando un hermoso ejemplar dos be pintado con líneas de colores negro y rojo, y tímidamente miró a los ojos de Ariadna, nombre que no imaginaba en nadie desde los últimos dos mil años, y menos en la clienta que lo seguía en el turno.
A la pregunta del vendedor -que ya se veía calmado- si deseaba algo más, afirmó fervoroso y completó el pedido, azarosamente, con papel de buen tamaño para dibujar, un cuaderno y una lapicera que le ayude a ser prolijo. El vendedor ofuscado negó que hubiese algo así:
-Eso se logra con paciencia y disciplina. No se vende. –Dijo demasiado serio.
Ella sonrió por segunda vez dejando ver que estaba al tanto de sendas incomodidades; elegantemente le hizo saber al vendedor que no tenía apuro, y le invitó a atender tranquilo. Con Selmar compartieron sus miradas premonitorias, sin poder hablarse. Alguien entró preguntando por un colectivo y cada cual le recomendó un lugar distinto. El agradeció al cielo que la gente esté perdida en Buenos Aires y aprovechó para preguntarle por qué lo mandaba dos cuadras hasta el parque para tomar un colectivo que paraba a veinte metros de allí. La respuesta lo dejó perplejo: “…por el parque, porque si el ómnibus tarda se puede entretener mirando los sellos de la vidriera de la numismática, porque caminar hace bien…”.
Se animó a preguntarle si podía escribir eso en su novela, si vivía cerca y también quiso saber su nombre. Ella solo lo miró pagar y se dirigió al ansioso vendedor que evidentemente tenía algo que hacer en otro lado porque no cesaba de mirar hacia el fondo del local. Selmar la esperó en la puerta y le pidió que repitiera los motivos antes dichos, con el cuaderno y la lapicera prontos para oírla.
Nunca quiso conocer nada de él. Aseguró que su mundo estaba completo, lo remitió a Parménides y solo aceptó hablar con el escritor, en el parque para saber de su libro, aunque en ese momento ya estaba siendo parte.
Una de las pocas veces que se volvieron a ver fue en un feriado, en un café chiquito y prolijo, en el barrio de Villa Devoto. Una de las ventanas daba a una parroquia. Allí se contaron, una a una, la cantidad suficiente de historias y anécdotas como para armar dos libros. Selmar envidiaba su soledad. Ariadna se asombraba enrojecida de estar entre sus letras. Selmar respetaba la distancia que interpusieron, Ariadna era el valle y los caminos, vivía en la distancia y estaba bien. Pudieron ser amigos. Prefirieron leerse en los afluentes sigilosos. Nunca se extrañaron.
“La descubro en las noches de frío en cada vidrio empañado. Solitaria como puma sin sus crías, enamorada del silencio”.