El viejo había llevado una estadística bastante precisa acerca de los datos menos conocidos del mundo del fútbol rioplatense. Quiénes eran los olvidados, qué temas se escabullían entre las mesas de los bares para dejar paso a lugares comunes o verdades incuestionables capaces de provocar terribles cismas en los cumpleaños más amenos. Y de eso hablaba. Para decir con precisión, sugería, porque en el arte de la seducción oral era el mejor. Nombraba algunos jugadores de equipos chicos, leídos de su pila de diarios polvorientos o de algún Gráfico viejo que conservaba entre sus deshilachadas camisas y cajas de remedios que no tomaba; el puesto menos nombrado era el de defensor izquierdo, algo así como el ascensorista de la oficina al que vemos a diario sin integrarlo a las charlas de familia, trabajo o amigos.
Lo cierto es que sabía todos los número tres de los equipos chicos desde el 45 hasta el 76, año en que dejó de ir a la cancha cuando Huracán perdió aquel campeonato tan estrambótico.
Algo similar haría años después el persistente Lito Valenzuela, cuando se recibió de periodista, en sus “críticas y comprometidas” columnas del diario El Vestigio. Esa vaguedad que generaba incertidumbre y un respeto mal fundado, hacía funcionar una máquina reproductora de palabras, que se disolvía sin la menor resistencia ante la llegada de otro cliente, el recambio azaroso del tema de conversación, la presencia de un profano, o el agotamiento inmanente y natural de la sanata.