Genealogía de ferias y atentados

La vida y la muerte en los platillos de una balanza en la feria de Asunción y Yi. Bolsas y monederos se disputan la ciencia. Territorio donde el oro no arrienda sueños ni los boniatos se nombran en las poesías. El perro vagabundo busca una correa, mientras un brazo musculoso tironea de sordos ladridos vacunados.

La vida y la muerte en los pasillos de un hospital. Sueños y pañales se disputan las lágrimas. La arboleda de las calles deja pasar la luz del sol en fragmentos móviles y desprevenidos. Dos escolares se entretienen inventando; la moña les molesta un poco pero están acostumbrados. Uno de ellos se saca la túnica y al guardarla barre el suelo ennegrecido de tanta marcha. Juegan en las escaleras del hospital sin reparar en la pareja que sale con un bebé empaquetado en una manta. Una señora mayor duda en los peldaños, les toca la cabeza y vuelve a su preocupación.

Uno de los furgones que hacía de almacén era atendido por un hombre mayor cuyo abuelo había estado en Porto Alegre con Giovanni Rossi, el fundador de la Colonia Cecilia. Su padre tuvo que irse de Montevideo perseguido por anarquista; se escondió con pelo engominado, traje prestado y unos lentes que le hacían ver borroso, en la casa de Floresta donde se criara Iván años después, en Buenos Aires.

Expulsado del empleo cuando pertenecía a la FORA, perseguido por la policía, el abuelo de Iván recaló en el barrio de la Aguada después de cruzar el río en un barco Genovés. Ese enroque de abuelos iba a hermanar en el futuro a Iván y a Pipo para toda la vida.

El nono oriental pasó su vida refutando el argumento de los socialistas autoritarios que rezaba la inviabilidad del anarquismo. Ellos usaban el fracaso de aquel intento en el Brasil, que en un principio había entusiasmado hasta a las propias autoridades que se simulaban progresistas, él les devolvía el golpe mostrando una carta de Luigi Fabbri a Lenin. Tanto bregó para mostrar que había algo más que amor libre y atentados en el sueño de los ácratas, que se fue quedando solo; pero esos pocos que le rodearon bastaron para mantener la llamarada ácrata encendida. Sabía de la oportunidad y la esperaba; como al tigre de los montes, los años le sumaron paciencia a su sabiduría.

En cambio, el abuelo porteño sufrió una fecunda contaminación marxista al contacto con los socialistas y los comunistas del margen oriental. Siempre resaltó la diferencia con los “camaradas” autoritarios de su tierra, tan ausentes de comunismo. Ese optimismo se extremó y despertó una ansiedad que paradójicamente lo llevó a descreer en los obreros de los que se rodeaba. Más que una utopía, la revolución le parecía una fantasía inalcanzable.

La derrota de la revolución española lo refugió en las largas lecturas narrativas y en el encanto de su oficio. Respiró aliviado cuando su único hijo regresó de la guerra sano y salvo, quién lo hizo respirar aliviado por segunda vez el día que le regaló la vida naciente de un nieto varón. El nombre de Iván fue elegido por él.

Los hijos nacidos en sendos exilios habían peleado juntos en España contra el fascismo, y ahora los nietos ejecutaban un golpe demasiado audaz, parido desde la memoria. Herederos contra herederos.

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