Estación caballito

Estación Caballito, lado norte de las vías. Dos rieles se desvían para desembocar en una circular pileta de cemento, cruzada por un puente de durmientes y unas sólidas ruedas que lo sostienen -al puente- entre papeles que juntó el viento, cartones y botellas vacías.

Todo esto ya en medio de la plaza; casi a una cuadra de la estación. Una locomotora se acerca, muy despacio; tanto como el día. Lenta y pesada. Si, una locomotora que arremete contra la plaza, como un cíclope amarillo y sucio. Sin que llegue a detenerse bajan dos tipos que con pasos parejos, se adelantan a la mole. Todos alrededor miran la escena.

El monstruo viene atrás, los hombres toman cada uno de un costado de ese puente que atraviesa la pileta y que también tiene una vía encima, acomodan acero con acero. Los nivelan y forman un solo camino que termina justo ahí…

Mientras tanto, Selmar pensaba la locomotora como si tuviese vida propia, como un viejo dinosaurio cansado de tanto envejecer. Parece mentira pero los dos hombrecitos empujan y mueven todo ese artefacto que ya no es puente sino calesita y lo hacen girar. Ciento ochenta grados y la mole que ahora vuelve hacia el oeste.

Las madres salen de la escena y sueltan las manos de sus hijos; el hormiguero de hombrecitos, nenas y pelotas se echa a andar otra vez. Un perro se anima a ladrarle al mastodonte corriendo hacia la calle Rojas. Lejos de morir el dinosaurio va por su tren varado en la playa de cargas a unos metros de la cancha de Ferro. Selmar busca en sus apuntes.

No hay lugar para este cuadro, se lamenta, busca un banco al sol y se sienta a esperar. En pocos días dejará ese barrio de espacios extendidos y calles vírgenes, pero sabrá volver.

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