Reno pasaba su cuarta noche encerrado en una pieza. Tenía que cuidarse; impávido ante el miedo, una mezcla de rabia e inconsciencia lo tentaba a salir. No le faltaron papeles en blanco ni ganas de comer. Tampoco la comida caliente. El mate siempre fuerte, el agua caliente y el cariño de la señora Anita colmaban su arsenal.
De pronto había descubierto que estaba descansado, sus piernas no se paraban sobre el dolor de levantarse en las frías madrugadas, su sueño se había vuelto suficiente, y en las noches no moría abatido al darse a las cobijas deshilachadas. Su descanso era acompañado por una mesita de luz repleta y desordenada. Supo aprovechar el tiempo, meditar sobre sus pasos –que no excedían de tres sin encontrar la pared de madera o la ventana que daba a la calle California.
Una tarde lluviosa se dejó ganar por una siesta. Así supo que tenía que escapar. Trató de entender el murmullo de unos nenes que jugaban bajo el agua, y en un papel mimeografiado dejo caer algunas letras en el reverso.
“… Chicos, ciudad roja, lluvia. Chicos en la vereda, barcos en la esquina. Allá un salto; otro aquí… la baldosa se mofa. Da igual; el olor al río asalta la ventana…”