El libro

Quitó la música y se inclinó hacia mí. Todo quedó envuelto en el silencio y se escuchaba solo su respiración, cada vez más cerca. Aun con su cara en la sombra, alcanzaba a ver sus ojos llenos. Ya no pude quitar la mirada. Mojó su cara con una lágrima y entonces supe todo; tomé sus manos que temblaban quizás de frío y la besé en los labios. El amanecer nos sorprendió en un parque, guardando en los bolsillos las estrellas que la luz del sol iba borrando.

Horas después, en el bar de Ricardo el marco era distinto. La radio. Los vasos contra la pileta. El ruido de la registradora. El techo, menos un cielo podía ser cualquier otra cosa. A lo mejor el infierno estaba un poco más allá de la luz violeta del matamoscas, entre la terraza y los tubos de luz que parpadeaban como árboles de Navidad. Me gustó verla contenta. Hubiese deseado otra escena; verla romper el pasaje y acomodarlo entre la servilleta de papel y el sobre de azúcar, pero su exilio no era forzado. Su tiempo en Buenos Aires terminó ni bien llegada la carta de Budapest.

Ricardo deseaba en lo más íntimo de su podrida saña que Azimel fuera por un rato al baño. Un poco para mirarla, otro tanto para venir a joderme. Y bajo el signo de su grasiento infierno todo se daba como él quería. Ella quiso verse en el espejo que formaba el servilletero pero como no se encontró dijo con pereza:

– Voy a mojarme la cara así me arreglo un poquito…

Y al instante el gallego estaba a mi lado preguntando mientras simulaba indiferencia:

– Parece que a la niña se le ha corrido el maquillaje. Siempre haciendo llorar a las mujeres usted.

Eso dijo bajito mientras se llevaba las tazas y yo pensaba en cómo ese hijo de puta manejaba el destino desde el mostrador, además de hacer sus buenos pesos, trabajar apenas unas horas y tener la sensación continua de ser rey o emperador en reino conquistado. Para terminar de molestarme agregó:

– ¿Cómo va esa novela? Ayer ha escrito mucho, me dijo el mozo de la noche. En esos papeles sí que usted puede hacer lo que quiere, debe ser como un dios o un patrón. Hablaba como si leyera mis pensamientos. Siguió lapidario creyéndose un santón:

– Lástima que sea tan ateo, vio… el barbudo le daría una manito ayudándole a terminarla algún día, a encontrar un buen mecenas… ¿así se dice?

Pero usted cree… en usted -dijo despotricando contra los argentinos y mirando de reojo el camión de gaseosas que frenaba ante la puerta lateral.

Al libro lo llevaba envuelto en papeles de diarios. Las hojas mezcladas parecían un mazo viejo que le falta el dos de copas. No se lo mostraba a nadie con la excusa de todos los días: “quiero retocarlo un poco, mañana nos vemos y hablamos”. El dos que no llegaba nunca extendiendo el secreto hacia la curiosidad. Y se iba para la plaza a mirar entre los juegos, a inspirarse. Le preocupaba que su texto tuviese que ser explicado. No entendía como morían en el silencio los terribles pilares de eso que hoy llamaban Buenos Aires y lo quería documentar. Llevaba lapicera azul y anotadores Congreso de la época en que los taxis eran todos Siam Di Tella. Buscaba páginas al azar y las repasaba.

“… Mirta había cumplido dieciséis años, y su tío había estirado dos días de su eterna semana para hacer unas extras pintando el frente de madera del negocio de Don Segura. Esas monedas fueron el regalo para que Mirta deposite en la Fábrica Dell’Acqua de Chacarita un seguro por las supuestas multas que acumulase, o para su propio médico si enfermara. En caso de abandonar el trabajo, perdería ese regalo junto con una parte de sus sueños. Era así; se comenzaba la carrera perdiendo…”

La vida de los trabajadores tenía facetas terriblemente tristes, pero había resistencias en cada sujeción. El puerto recibía la riqueza de luchas lejanas. Una grey de gringos rubios, barbados o casi niños, fundaban comunidad, hablaban como podían un idioma difícil de aprender, y se hacían entender cooperando, que es el lenguaje de los sabios. Tomó el desafío de hilvanar poesía y luchas, el leve encanto de antagonizar, bordado en una imprenta.

De título ni hablemos; siempre la llamó la novela y aseguró bajo juramento que él no aparecía ni como acomodador en la parte del cine. Intercalaba un texto, una poesía, si podía asomaba alguna idea; la intención no era mala pero no podía darle vida como él deseaba. El pasado parecía morir. ¿Para quién escribimos cuando las puertas sólo abren hacia adentro?

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