Una tarde igual a todas, en su taller de tornería de la calle Yaguarón, Don Pepe recibió visitas de Buenos Aires. Su compañera pintaba en el saloncito de atrás, acompañando en silencio el brillo de las limaduras esparcidas con el ir y venir de las pisadas.
Como saldo de la visita quedó un paquete de papeles manuscritos, algunos volantes muy deteriorados y una hoja escrita a máquina con fecha muy reciente. Pepe se refregó las manos durante un rato con una mezcla de aserrín y detergente que recogió de un tacho azul, mientras controlaba que todo quedase en orden. Se enjuagó a las apuradas y caminó tranquilo las pocas cuadras que había hasta Asunción para ver a su viejo amigo antes que levante el campamento. Todos en la feria estaban de limpieza, guardando cajones o cerrando los furgones. Un muchacho que mostraba una pacífica demencia se llevaba frutas frescas que no pudieron ser vendidas y dos gurisitos que andaban por ahí gastaron unas monedas en un dulce de leche suelto, envuelto en un grueso papel madera, y se lo comían con los dedos. Fue la última venta.
Pasada menos de una hora Don Pepe y Don Cosme se tomaban una caña en el boliche de la esquina al lado de la ventana porque Cosme tosía si le llegaba el humo de los cigarros. Miraban deslumbrados los papeles como si miraran fotos antiguas. Se reconocieron en algunas letras y se interrumpían a cada momento porque el tiempo no alcanzaba para todo lo que tenían que comentar. La carta de Reno detallaba el atentado y su estancia en el escondite de la calle California, su huida y su destino final que ninguno de los viejos llegó a conocer con fidelidad. Parecían niños.