
Un uruguayo, un argentino, dos húngaros tan jóvenes como aquellos, dos chicas alemanas que hablaban muy bien el español y una luminosa rioplatense llamada Azimel consumaron la hazaña. El plan casi se estropea cuando las chicas quisieron quedarse en la mitad de camino, en Nüremberg, pero la historia fue pertinaz.
Con las indicaciones de Sasha apuntadas en un cuaderno de hojas lisas, Azimel se adelantó hacia Budapest consciente de su encanto. Absolutamente despolitizada, vivía esa aventura como un desenlace inesperado en su novelada vida suburbana. Unos días después partiría el resto sin poder asumir como cierto el cuento de la valija por un lado y la pasajera por el otro.
Las chicas alemanas habían vivido en Buenos Aires en un viaje de estudios. Se habían dedicado al peronismo y a la educación libertaria en tiempos de la huelga de inquilinos; la calidez y la amistad que recibieron en esos cortísimos años permitieron descubrir la historia de Reno, hilvanando relatos, testimonios, datos y fabulaciones. Los dedos de Pipo martillaban cuanto objeto se dejara percutir, un Iván extrovertido y fascinado atraía cuanta mirada deambulaba en el tren. Natacha y Steffi se cansaron de tanta indisciplina y amenazaron con bajar a mitad de camino y seguir a dedo.
Los diarios usaron la palabra “perpetrar”; los políticos de izquierda señalaron indignados a los aventureros; los jóvenes anarquistas lo pensaron como “reparación”; los viejos anarquistas hablaron de justicia. El secuestro del magnate húngaro Szőcs, pariente directo del millonario que tantas tierras había comprado en Sudamérica a principios de siglo, resultó el golpe que Selmar nunca hubiese imaginado para su novela. Impensablemente sencillo y prescindiendo de toda violencia redentora. Propiciado por la tentación y el gusto por el derroche forjado a fuego en todo rico, el yuppie Sandor Szőcs largaba su tercera participación en el Rally de Transilvania, en uno de sus tantos autos. El copiloto, un militante libertario que trabajó unos años en su empresa hasta ganarse su confianza plena, se dejó reemplazar por Iván minutos antes del semáforo verde. Pipo tamborilleaba con dos llaves cinco dieciséis en unos tachos aceitosos entreteniendo a los mecánicos. Ese impostor jocoso y percusivo le llenó la panza de mates antes de largar, y dejó dos termos más en la guantera para completar de inflarlo en el derrotero de la primera etapa. Sandor creía que con ese ritual de los indios del sur, de las tierras verdes de donde fluían sus nobles plusvalores, se estimularían al extremo reflejos y avidez.
En uno de los baños del final de la primera etapa acabaron sus sueños deportivos. Iván, que nunca había sacado el registro para manejar autos hizo el tramo de la segunda parte con el millonario envuelto como un matambre en el baúl. Tiraron el auto a un río y escondieron al ricachón en un pueblo rumano habitado desde siempre por húngaros que quedaron del otro lado del mapa. De allí eran los camaradas Janos y Peter, que conocieron a Reno Gizzi con casi cien años, “pescando truchas” en el Danubio. La mitad del dinero del rescate iría a la familia del inocente italianito al que culparon en 1919 el día que Reno se despidió de Mariel en la mañana y luego se abstuvo de disparar contra el magiar.
