“… que no disparó su arma por cuidar la vida de dos jovencitas que pasaban por el lugar”.
Leónidas supo la historia en un café de una avenida de Belgrano, la noche que compartió mesa con una desconocida que la suerte y el destino sentaron frente a él. No iba a ser Leónidas quien se opusiera a la ananké, cuando huraño como pocos en un impulso decidió salir a caminar.
La misma compulsión sintió en la puerta de un hermoso bar de luces amarillas, bajas como la música que escapaba de las ventanas, y logró entrar hasta fondear en la única mesa libre del lado de Libertador. Extraño en ese mundo alegre de sábado a la noche pidió café flambeado y descolgó sus hombros. Solo unos segundos porque una arregladita chica con ojos de miel le pidió ocupar la silla libre, unos minutos con su cartera. Sin recibir respuesta o mientras Leónidas resolvía, un perfume suave llegó a la mesa empujando el vaho de los cigarrillos hacia algún abismo.
Podría haber estado sentado del otro lado del vidrio observando, como un águila miope y escudriñando en cada mesa; imaginando las charlas, apagando las espumas de los vasos. Hubiese sido igual. Algo los separaba, a él y al resto exceptuando a los mozos y al chico que pasaba música desde un rincón. Ahora tenía que descifrar de qué lado del vidrio estaba esa jovencita que le habló, le ocupó su silla vacía para apoyar su pierna y arreglarse la media, sabiendo que estaba frente a un hombre absolutamente inofensivo.
Como Leónidas estaba convencido que no se podía ir contra ciertas cosas -no en el sentido de deber- volvió a aflojar sus hombros y pidió otro café con una seña. Ananké. La fuerza del destino que ni los dioses gambeteaban.
A eso de las cinco de la mañana sólo quedaban por levantar patas arriba las dos sillas que ocuparon durante toda la noche. El bar se había desolado a las tres vaya a saber por qué evento cercano. Para ese tiempo y antes que el mozo les pidiera el lugar para baldear, ella que no tenía nombre ni origen le había contado una historia. La del italianito detenido injustamente, cuando un anarquista evitó disparar contra el terrateniente extranjero. Ese que no disparó su arma para cuidar la vida de las dos jovencitas que pasaban por la calle Puán.
El mar perdió su transparencia, y nadie más entró en él.
Fin