Sasha baja del ómnibus en plena noche. Un coche larguísimo, iluminado como un barco de fiestas en el puerto, y se queda unos minutos parada en una esquina, una de las cinco o seis que alcanza a contar en ese lugar.
Un monumento cruzado por varias avenidas y muy pocos autos. Hay una plaza hacia la izquierda que lo hace todo más grande, más extenso a la mirada. Una diagonal agrega más esquinas, parece invitar a subir al cielo ahí nomás, a unas diez cuadras al norte. No sabe que el hombre del caballo de bronce es el Cid, y lo bautiza a su antojo. Elige la calle más pequeña, apura el paso entre las líneas blancas del piso asfaltado antes que lleguen los autos de un semáforo lejano y se interna en un barrio algo distinto, más sereno, silencioso, perfumado. Es la calle Rojas.
Un árbol pequeñito de flores también blancas parece decirle “es por acá”; hace pasos cada vez más lentos y se deja llevar. En la puerta de una casa hay una reunión social -al menos da esa idea- y piensa en preguntar por una casa verde de ventanas grises. Descarta la idea. Un matrimonio que se separa del grupo y se aleja señalando los números de las casas, delata que el grupo no era tal, y que no es la única que busca un destino. El resto del conjunto es desgarrado por un viejo que se va rengueando entre los autos estacionados, los chicos que se quedan resultaron ser la mitad que ganó de un partido de fútbol nochero.
Después de varias cuadras de intuiciones y vagos recuerdos de las indicaciones de Selmar, decide doblar. Dos hacia la izquierda, y choca con la casa toda verde salvo la ventana, alta y gris. Decide esconderle sus ojos y su voz. Saca de la cartera de hilo tejido un papel escrito y sin firmar y lo hace entrar en la ventana. Camina hacia la esquina y se pierde por el lado de la estación de trenes, que aunque no le gusta la acomete sin dudar.
Mientras Sasha piensa en lo tétrico de aquellas vías, y escapa de la garganta de la noche lejana, él toma el papel encontrado, lo lee y deja sobre una mesa de madera. Busca otro papel en blanco -varios a la vez para hacer más blanda la escritura- y piensa en esos ojos tiernos que esta vez no pudo ver. Lee otra vez la pequeña carta, algo arrugada y sin firma: “escribime, no dejes de hacerlo…”.
El café se vuelca en el fuego, él piensa en aquella mirada y se entusiasma con el juego, hace andar la tinta que como el café, se derrama por sí misma. Y escribe.
Por tres noches escribió sobre ella. Desordenadamente, como pinceladas en una pared interminable. De vez en cuando algún retoque, alguna idea que se repite al hurgar en su memoria, por ejemplo la sonrisa. La vio sola, escribiendo, acompañando con los labios la forma de las letras. La vio con la taza de té en la mano un poco para contagiarse la temperatura, un tanto para tener algo caliente cada momento que quisiera refregarla contra su boca. Un capítulo completo dedicado a un amor desconocido. Pasarían varios meses para que se encuentren con tiempo para mirarse y decirse algo, o para dejar que el silencio se tome su tiempo.
Sasha había conocido a Selmar en una reunión improvisada en casa de Leónidas, en una noche extrapolada del calendario. De esas en las cuales recién se mira el reloj cuando alguien descubre los sonidos del mundo del trabajo. Jazmín se había dormido en un sillón con el mate estacionado en un hueco que hizo con el antebrazo cercando el almohadón. Leónidas comenzó a cambiar las cosas de lugar simulando acomodar una casa estructuralmente desordenada, sin dejar de mantener intacta la conversación. Esos gestos inconscientes fueron delatados por Selmar que dijo:
– Es tarde, dejemos a Jazmín dormir tranquila y vamos.
– ¿Leónidas se tiene que ir verdad? ¿Está molesto?
– No, él es quien enciende las mañanas.
Caminando hacia el colectivo Selmar le explicó a Jazmín que su amigo trabajaba de noche y dormía de día, y le preguntó por sus mañanas, si trabajaba, si se iría a dormir… No se animó a invitarla a desayunar, además tenía que ir a la oficina, detalle que había quedado en el olvido. Así llegaron hasta la parada del colectivo todavía despoblada y se contaron algunas cosas. Ella quería disimular su encantamiento mirando las veredas empañadas. Selmar dio más detalles de su libro, del que había adelantado partes en la charla durante la cena, y le contó sobre su mudanza en dos semanas. De Caballito a San Telmo, de lo nuevo a lo viejo, del ruido del colectivo noventa y dos al silencio de un altillo.
En ese momento Sasha le confió la historia de su abuelo, temió que la mudanza fuese algún exilio extraño de Selmar, y necesitó un lazo, un delgado puente que los mantenga en relación. Ella sabía que él se interesaría de inmediato, y además sentía cierto orgullo del nono que nació en el medio del océano en un barco de los Otomanos. Los puentes están para cruzarlos, y Selmar anotó en la cajita de los cigarrillos de Sasha su dirección, que ella rigurosamente perdió dos días después. Sólo le quedó la mención de la casa verde en el viaje de regreso, pudo recurrir a su amiga Jazmín, pero prefirió valerse por sí misma.