
Pipo era encarador. La primera vez que se cruzaron, él y la vendedora latina de la confitería Cruasán, sólo atinó a mirarla. Se angustió a mares por no haberle dicho nada en los ojos y estuvo deprimido todo el día por su cobardía ante el amor que inmediatamente presintió nacer.
Entrar a la confitería se había convertido en una telenovela para exportación. Todos los piropos vencidos eran esgrimidos por Pipo en su versión más cursi ante la vida, cada palabra era medida como con calibres de precisión alemana. Nada de sorpresas ni lugar para la espontaneidad. Todos eran víctimas de una incomodidad graciosa e involucrados torpemente, enmarañados de panes y susurros.
Él tomaba el paquete de bizcochos como si ella le entregara los dedos para las alianzas; creo adivinar dos piernas cruzándose detrás del mostrador, temblando, diciendo si a todo. Pipo se daba vuelta de un golpe buscándome a su izquierda, escondiendo la sonrisa tras un “vamos botija” porque nunca me llamaba Iván. Se sentía un verdadero galán, pero cobarde.
Repartíamos el vuelto y enfilábamos al cordoncito de la playa de estacionamiento, justo enfrente de la confitería, para comer tres facturas cada uno, o bizcochos, según la denominación a uno u otro lado del río. Me imagino a la vendedora buscándonos entre los autos de la avenida, enamorada del bueno de Pipo por su galantería, pero también por la puntualidad. Siete minutos tardábamos en salir de la fábrica, cruzar la avenida y caminar hasta la panadería. Era evidente que allí no trataban bien a los empleados, todos cabizbajos y sumisos, rendidos a esa hora de la tarde. Él era su remanso, y la puntualidad le daba seguridad, previsión, preparación.
Pero un día llegaría la traición. Algo pasó. Habíamos llegado a la esquina de la pensión, y mirábamos un auto viejo –raro en ese mundo que se renovaba minuto a minuto solo porque sí- estacionado detrás de una camioneta gigante. Justo de allí salió Azimel –de quien todavía no sabíamos nombre ni origen- entre una marea de esquives y miradas. Su presentación en el barrio yorugua del sur de Ámsterdam fue cruzar la calle como aprendió en el microcentro de Buenos Aires: mal.
Hizo tres o cuatro pasos delante de nosotros y se metió en el pasillo del hotel, ¡devorada por nuestro propio edificio y no la conocíamos…!
Tardamos un rato en hablar de ella. Mientras el auto se alejaba desapercibido Pipo hizo el primer comentario. Era demasiado bonita para tenerla de vecina; nuestra europea pocilga no se la merecía y nuestra tranquilidad interior tampoco. Nos enamoramos de ella.
Los primeros días ideábamos estrategias para enredarla en una conversación. Aún no había pronunciado una palabra en español, lo que extendía la distancia. Estábamos embobados con la “holando-desconocida” producto de nuestra soledad, sin lugar a dudas.
Nunca imaginaríamos que ella buscando Hungría fue a parar a Los Países Bajos, quedando su valija esperando en el aeropuerto de Budapest. Nosotros que apenas nos comunicábamos con señas en los negocios o que elegíamos qué comprar según hubiese o no vendedores inmigrantes, preferentemente latinos y si eran mujeres mejor, ignorábamos entre tantas cosas, que aquella muchachita espléndida hablaba el dialecto del sur, del vos y el che, del mate y el engaño.
En el trabajo Pipo parecía un embajador, o un agente de turismo. No dejaba de contar de su tierra porque los europeos tampoco dejaban de interrogarlo. A veces les mentía un poco entreverando las historias, los países, los paisajes. A partir de aquellos días, Pipo dejó el espíritu del candombe para vestir provisoriamente la furia existencial del tango.
