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Escribentes

Alguna vez vi una planta tragarse entera a una casa. Estuve allí. Solo precisó tiempo. Las raíces y los ladrillos eran una sola entidad. El olor, el mismo. Los ruidos, los del viento. Como hojas secas revoque y mampostería se desbandaban en otoño armando un suelo de monte, en franco desnivel. Fue en la ciudad. En el centro de la manzana. Al final de un pasillo transitado por insectos de humedad que con las hojas y el musgo fabricaban humus. Supe dejar ser. ¿Qué alternativa tenía ante la fuerza del océano terrestre?

Como un reloj, si la comparación no violenta el silencio, un colibrí bebía de los pétalos lilas. Una avispa hizo su nido sembrando mi terror y espanto. Una gata gris enorme y preñada se apropió de un viejo colchón. Allí nacieron aquellas panteras que una a una despoblaron el lote en sus exilios.

El colibrí, picaflor nervioso alguna vez detuvo su marcha. Me convocó con un cascabeleo maquínico y se paró en una rama diminuta como una hebra de hilo. Tomé la foto y en segundos desapareció de la vista. Fue solo una vez. Se habría cansado, se habría sorprendido. Nunca pude explicar la detención.

Ayer, ocho de Octubre tras muchos años después, vi este estanque vegetal en un pasillo silencioso de San Telmo. Es un inicio, no va a perdurar. No lo salvarán sus tres metros desde el suelo, o su diminuto tamaño estructural. La planta central no alcanza los cuatro centímetros. Todo el conjunto mide cuatro pulgadas. En una ciudad de millones, tiene la entidad del polen en el universo; sin embargo, de esto estoy seguro, podría devorarse la casa entera si le dieran tiempo.

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