Una joven mujer camina por las calles arboladas en un barrio sereno del Oeste. A su espalda, desvaneciéndose, quedó una tórrida avenida. En su andar, un bosque urbano de plátanos y jacarandás suaviza la luz del sol que alcanza las veredas. Las casas bajas descansan en su siesta; los edificios parecen reclinarse. No hay automóviles. Las cuadras que suceden hacen un camino de sinuosos tornasoles; es una marea tintineante de hojas verdes y ramas enlazadas. Los gorriones ya no escapan de la gente. No se oyen voces. Imagina el sonido de un tren cercano al arribar a la estación, lentamente, para no quebrar la calma. Es más que su imaginación; es un recuerdo. En un taller un hombre medita en su rincón solitario.
Lucía llegó despacio, atravesando aquellas pocas cuadras de pasos atenuados. Nítida y airosa. Alcanzó la dirección que llevaba en su memoria y pulsó el timbre que debía tocar. Se anunció sin nombrarse y buscó en su inmediatez algo que hiciera de espejo para verse; un enorme vidrio que era puerta, devolvió su imagen entera. Así, se acercó lo suficiente para confirmar una tenue sonrisa. Recorrió su remera blanca y separó con las yemas de sus dedos un pétalo violeta arremetido por el viento. Sintió pena de borrar ese detalle casual. Aflojó sus hombros, relajó las manos. Un grueso cuaderno y una pequeña cartera que ella misma había hecho para sí era todo el equipaje que llevaba. Dentro del edificio, un pasillo culminaba en la puerta que ocultaba el ascensor. Un pequeñísimo cartel de números verdes contaba los pisos que el descenso del coche iba descartando. Ella, restaba desde el umbral. Despreocupada y sin tiempo. Sin medir el tiempo. Solo contó números: cuatro, tres, dos…
Se sintió libre, especialmente en esa tarde. Como nunca. Eso pensó distrayéndose por un instante. Al volver a la escena Hernán apareció de golpe tras la imagen del espejo improvisado. Los cuerpos parecieron fundirse en el reflejo. Tal vez un adelanto, representación de un simple y fuerte deseo silenciado. El llevaba ropas claras, como una señal. Se saludaron con un beso y recorrieron la entrada en tres o cuatro pasos con sus ecos, sin hablarse.
En el ascensor sonrieron cómplices por las voces que llegaban de un departamento; eran dos ancianas algo sordas, intentando vanamente entenderse entre sí. Ajenas; sin saber del mundo real. Un piso antes de llegar, una puerta semiabierta dejó llegar una canción; luego, el edificio parecía deshabitado. El sol que se filtró apagó levemente la oscuridad del pasillo. La puerta del ascensor se plegó hacia la nada con un leve ruido a metal. Un perfume de café los recibió en el departamento “C” del piso séptimo. Entraron sin apuro; ella apiló su cuaderno sobre los papeles de una mesa que no estaba vacía. Un puñado de semillas de trigo formaban un dibujo matemático; había un libro nuevo y objetos trabajados que le resultaron indescifrables.
Lucía se mantuvo de pie. Miró con atención en un estante con discos de música variada, mientras Hernán servía dos tazas grandes con café, y terrones de azúcar. Eligió la música y por fin se sentó. Una oblea de chocolate se desgranó en diminutos pedazos sobre la mesa limpia, recuperados al instante por las mismas yemas de los mismos dedos que apartaron aquel pétalo violeta un rato antes. Por un momento, la atención se concentró en las golosinas, hasta que solo quedaron dos bollitos de papel naranja y su interior metálico con restos de cacao, sobre un cenicero sin uso. Habían sido joyas en ofrenda ya devoradas sin magia ni ritual. No hay golosina que no sea efímera, pensaron sin decirse.
Conversaron un buen rato, sin acordarse ni de la música, ni de las palabras que poblaban sus cuadernos; tampoco importó el tiempo de las horas, ni el tiempo del buen clima. Fue en esos instantes cuando ella miró hacia la vasija con café, y sin quererlo, dejó ver su cuello desnudo y frágil; ese gesto vulneró el ritmo de latidos en el corazón de Hernán. Parecía comenzar la cuenta desde ese preciso momento. El cero primordial. A la inversa de la cuenta del ascensor: cero, uno, dos…
Acercaron sus sillas unos centímetros hasta formar dos rombos unidos en los vértices. Nunca notaron la simetría; tampoco percibieron que un viento suave entró por la ventana. Lucía miró a Hernán a los ojos para nombrarlo suavemente; Hernán la acarició en la mejilla de manera tramposa porque hizo que ella descansara el cuerpo tibio en esa mano que ahora tomaba su cara. La besó muy suavemente en el cuello, llevando los labios arriba y abajo, una y otra vez, entre un bretel entrometido y un largo mechón suelto escapado del conjunto del cabello. Suavemente, levemente, esos besos humedecieron el cuello de Lucía; con la respiración pausada y relajada, Hernán provocó un tibio frío que la estremeció hasta el suspiro.
Las manos quietas y ella derramada en esas manos. Una y otra vez los labios buscaban detenerse infructuosamente. La suavidad desapareció súbitamente mientras se entregaban impacientes, al desenlace. Con su mano izquierda, Hernán le acarició la cintura bajo la remera blanca que antes cobijó a aquel pétalo lila. Llegó con la palma de su mano hasta la altura del hombro. Ese hombro desnudo y brillante que Hernán comenzaba a amar. Ella se apoyaba en sus rodillas con las manos inquietas aprisionándolo. No estaba dispuesta a dejar que los cuerpos se separen. Se besaron en la boca, labio contra labio, sin mediar palabra, sin necesidad de decir amor. Sin más necesidad que ese presente de fervor y manos tumultuosas.
Largos minutos después, los cuadernos reemplazaron a las tazas y los besos. El silencio fue borrado con costosas pronunciaciones en griego, inciertas, nunca confirmadas. Costaba creer que la letra Zeta fuera la sexta en orden. Dudaban del porqué de los dos símbolos de Sigmas. Lucía dibujaba en los márgenes las formas en cursiva, desparramadas en una constelación indescifrable. Estudiaban el idioma griego desde las copias de ajados apuntes, desgrabados mucho tiempo atrás en aulas perdidas imposibles de imaginar. Ni siquiera recordaban cómo los habían conseguido. Marcaban el sujeto, el predicado, señalaban el verbo. Iban al diccionario y daban sentido a la oración. Anotaban palabras y se sorprendían de las etimologías ocultamente familiares. Al menos dos horas, dos cafés y tres o cuatro páginas leídas. Recién allí hablaron de sus vidas. Aun no sabían cuánto más pasarían juntos; si habría una noche y un amanecer; tampoco importaba.
El balcón trajo sonidos perdidos de la ciudad. Rugidos de automóviles que parecían huir y sonidos del tiempo daban la noche. Dejaron el griego y pasaron a las imágenes. Lucía derramó una colección de fotografías en una mesa de vidrio. Eikón, dijo ella en su despliegue. Así pasaron un rato separando imágenes, que eran de flores y árboles gigantes. El sonido de una trompeta muy bien ejecutada retornó a la secuencia cuando el vidrio de la ventana se cerró, alejando al fresco nocturno. En ese acto, los mundos se escindieron. La imagen de un jacarandá en un campo de amapolas sobresalió entre las fotografías desplegadas; inexplicablemente, en su dorso amarillento, un texto en caracteres nunca descifrados esperaba paciente por algún lector.
Las luces del amanecer llegaron sin dar cuenta del tiempo. En ese despertar, ahora la ventana hablaba en sus oídos. Lucía tropezó con su propio perfume como si fuese otra persona en un mundo desdoblado. Aquel amanecer se repitió una, dos, quizás tres veces más, o nunca. Días y noches indecibles, si las hubo. Sin testigos ni relatos, nunca sabremos si la historia de la ciudad subterránea en las imágenes tendidas en la mesa alcanzó a ser descifrada alguna vez; pues una de esas mañanas nunca llegó. El Malaver hizo impacto puntualmente antes del alba. Los refugios habían sido abarrotados días antes por las multitudes perplejas. Quienes eligieron no escapar de la ciudad, lo recibieron durmiendo o con indiferencia.