Por María Cristina Oleaga.
Psicoanalista
Recordemos lo que dice la Constitución en su Artículo 22: “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición.” Esta afirmación es sorprendente si tenemos en cuenta las bisagras que la Calle pudo impulsar, en momentos de crisis terminales, en momentos de impotencia absoluta del Palacio.
Podríamos incluir, en un brevísimo repaso, las huelgas que se multiplicaron en 1903, 1904, 1907 y 1910, como la huelga de inquilinos de 1907. También, baste la mención de los episodios en que la movilización de la sociedad fue reprimida a sangre y fuego, como en la Semana Trágica de 1919 o en la lucha de la Patagonia Rebelde de 1921/1922. Cómo no mencionar, si bien no quiero extenderme, a los obreros y sus logros después del golpe militar inaugural, de 1930. Las huelgas generales, las movilizaciones, las negociaciones, la conformación de la CGT, son todos hitos desde la Calle al Palacio que revirtieron sobre la Calle misma. Así, en la siguiente década, florece el peronismo. La Calle, otra vez, es la que -con la movilización masiva del 17 de octubre de 1945- garantiza y respalda el ascenso de su líder. Perón es quien, a la vez, detiene el movimiento de ascenso y crecimiento del movimiento obrero y garantiza medidas para su protección. Reconoce, de este modo, los beneficios y derechos por los que se peleó. No debemos nunca olvidar que es siempre la Calle la que logra, con su potencia, que desde el Palacio se legalicen esos derechos. Tanto es así que la famosa consigna de Perón: “De casa al trabajo y del trabajo a casa” vuelve las cosas a su supuesta legalidad, a la vez que significa la derrota de la Calle cuando el Palacio se ocupa de aplastar su potencia autónoma. Hay un Padre que cuida y que piensa por el bien de todos. Duerman tranquilos.
Mientras tanto, las direcciones se burocratizaban y crecía la discriminación y la represión para las tendencias más radicalizadas. Prosiguen, sin embargo, las huelgas y la actividad de base en comisiones internas. Tanto fue así que, en 1955, la revolución fusiladora derriba el gobierno y proscribe al peronismo, no sin antes perpetrar la masacre del bombardeo sobre la Calle en la Plaza de Mayo. El saldo, nunca bien precisado, fue de más de 300 muertos y de 800 heridos. Esa masacre nunca ha sido suficientemente evaluada y, por ejemplo, los líderes civiles nunca recibieron castigo por su participación necesaria.
Desde entonces, distintos Palacios se han alternado para ejercer cambios y garantizar que todo siga más o menos igual. Se pueden señalar, por lo tanto, mejores y peores versiones, sin duda estoy simplificando. Hay que considerar los múltiples golpes de estado y cómo se salió de cada uno. Desde luego, la Calle tuvo su lugar esencial en ese proceso que, cada vez y con sus víctimas a cuestas, volvió –sin embargo- a restituir algún Palacio en su lugar. Así, la dictadura de Onganía encontró su tope con el glorioso Cordobazo y sus consecuencias.
El último golpe efectivo, el más cruel y detestable, el de 1976, con las consecuencias que todos conocemos -la guerra de Malvinas y sus muertos; los 30000 detenidos desaparecidos; el robo de bebés; las torturas y detenciones ilegales; los detenidos arrojados vivos al mar desde aviones o sea los vuelos de la muerte; las violaciones a las mujeres y los robos de la tan glorificada propiedad privada entre tantas aberraciones de ese genocidio- también encontró su tope en la Calle, con la cruzada pública nacional e internacional de las Madres de Plaza de Mayo; otra vez la Calle en su máxima expresión de dolor y lucha.
Tuvimos, de ahí en más, gobiernos constitucionales que alternaron sus propuestas entre mantener desembozadamente las políticas destructivas del golpe del 76 por medios pacíficos, como lo hizo el peronismo de Menem o el gobierno macrista, y otros que, en mayor o menor medida, promovieron cambios beneficiosos para la Calle, pero siempre cuidando que no se afecten demasiado las bases, la estructura del Palacio y del sistema: la potencia del mercado, el privilegio de los negocios, el reino del extractivismo, etc. Así podemos considerar, con sus claros y sus oscuros, los gobiernos de Alfonsín, de De la Rúa y de los kirchneristas, los auténticos o su delegado Alberto Fernández.
La Calle, nuevamente, tuvo con la crisis del 2001, un protagonismo esencial en esta secuencia. También podemos citar, como ejemplo paradigmático del lugar de la Calle, la movida horizontal feminista que logró arrancarle al Palacio la Ley del aborto. Pero, hoy –con el desquiciado Milei, la represora Bullrich, el militarismo de Villarruel y la timba de Caputo- hay una repetición y un fracaso que podemos considerar según múltiples aspectos; me interesa particularmente el sociocultural. Avanzaron sobre una sociedad arrasada culturalmente, colonizada mediante el auge de la tecnología y el descarte de la historia y de la narrativa que podría transmitirla. Asimismo, consiguieron -sumando en el ballotage a una fuerza perdidosa en elecciones y envolviendo a sectores desclasados y/o humillados por esta democracia- armar una serie de consignas que no llegan a conformar una narrativa consistente pero que, sin embargo, alcanzan para enfervorizar a los humillados y para conseguir la adhesión de los que saben que se beneficiarán con la política destructiva de esta farsa de democracia.
DNU, Ley Ómnibus, todos avances que van, desde el Palacio, contra la Constitución en sus aspectos esenciales y que son pretensiones de un cambio institucional por vías de excepción. El cambio que han vendido es un retorno a las políticas de Martínez de Hoz y compañía. La dinámica criminal del golpe de Estado no hizo falta. El deterioro, la descomposición socio cultural de esta época permitió que, sobre la frustración de años de democracias vacilantes, que dimitieron con sus falsas promesas, se pueda proponer lo mismo envuelto en un ropaje de cambio. Se apuntó a la casta, paradojalmente, para captar el resentimiento de la Calle y satisfacer al poder real y global que nos gobierna. Son recuerdos de la prédica de Hitler, quien arrastró tras de sí a multitudes tras inventar un enemigo que, como ahora lo hace Milei, aglutinara a los humillados de la primera guerra.
Los síntomas sociales se repiten trágicamente y mantienen en su lugar a las mismas víctimas. Freud, en su hermoso escrito El Porvenir de una ilusión, de 1927, dice: “No hace falta decir que una cultura que deja insatisfecho a un núcleo tan considerable de sus partícipes y los incita a la rebelión no puede durar mucho tiempo, ni tampoco lo merece.” Se trata, entonces, de repetición sin cambio, sin lo nuevo que haría falta, al menos para introducir una cuña: un rasgo permanente de la Calle en el Palacio, en lugar de la alternancia crítica, de la irrupción esporádica de la Calle que funciona como bisagra pero que permite el retorno de la misma estructura palaciega.
¿Entonces? ¿Qué se oye ya en boca del periodismo más lúcido, de los dirigentes de la oposición y de muchos de los afectados por el sistema? Hay una casi total coincidencia. Veamos la serie de algunas de las frases que se escuchan y se leen: “Hay que esperar a marzo, cuando la clase media se encuentre con los aumentos de prepagas, de escuelas privadas, de tarifas, de todo.”; “Esto es una bomba de tiempo, la gente no va a aguantar.”; “Se define en la calle, las cacerolas van a sonar como en el 2001.”; “Esperemos que no muera la gente como en 2001, pero no hay otra.”; “No se puede esperar nada de la Justicia y menos de los políticos, la calle es la que puede hacer algo.”
El artículo 22 sigue en pie ¿no?, pero -cuando las papas queman- nada se espera del Palacio. No hay poder, ni Legislativo ni Judicial, al que apelar. El Palacio no tiene nada efectivo ni contundente que decir o hacer. De nuevo se apuesta a la soberanía de la Calle. Ya no se trata de sedición sino de patriotismo; las muertes que quedan atrás son conmemoradas; se trata de héroes. ¿Qué sucede cuando las cosas se calman, cuando la institucionalidad recupera su armado de poder? La Calle tiene que volver al cauce que la Constitución le impone. De nuevo, la Calle a la casa, bajo amenaza de caer en el delito de sedición.
Hoy, las Asambleas Populares crecen en cualquier esquina, se multiplican en las plazas, hacen oír su voz y sus cacerolas. Algo retoma la épica del 2001 y se prepara, a la espera, sin saber ni medir cómo será la salida, cuándo, dónde prenderá la chispa, qué disparará y cómo se extenderá. En ellas se cocina el lazo horizontal entre los vecinos, se discuten los temas que preocupan a todos, se buscan consensos, se debate, se alberga a organizaciones que respeten esas normas y también se vota. La participación, limitada a esos momentos críticos, ha sido hasta ahora capitalizada por el Palacio, por el cambio de un Palacio a otro. Juguemos una apuesta mínima, juguemos a la incorporación de la Calle al Palacio, que no sea el voto su única potencia. Las consultas populares ante medidas que afectan a la democracia, los plebiscitos vinculantes ante decisiones cruciales, son modos de mantener algo del espíritu asambleario, de avivar el debate y la deliberación ante la toma de decisiones cruciales para todos. ¿Qué, si no, fue el No a la mina en Esquel? Es en el ámbito de la conversación donde se pueden armar las narrativas democráticas, donde se puede ir contra los impactos imaginarios e hipnóticos del Tik Tok y del meme. Nos lo debemos; esta vez me gusta imaginar que podría ser.
Una concepción así de la política ve los espacios políticos como fragmentos de poder; la política es aquí instrumento de intervención en la realidad. Todo es terreno de disputa; al poder que se tiene se debe agregar más poder, a los espacios ocupados deben sumárseles más espacios. Los espacios preexisten, aquí la política no es creación. Se gana y ocupa lo que ya existe. Ni se generan espacios ni se abre el juego a su creación. La política es (mera) gestión de lo existente, nunca transformación ni alteración de las bases sociales que reproducen la vida del país. Los territorios a conquistar se miden, se cuantifican, se porotea permanentemente.
Quienes vemos la política como creación, miramos lo cualitativo: el qué y el cómo del hacer, el para qué. Hay una propuesta ética frente a aquel pragmatismo. No se gana al conquistar todo el tablero, se gana cuando se altera la gramática. Aquí se buscan definiciones, allá se esquivan. A fin de cuentas es una lógica totalitaria; todos es todos. Esa fue la lógica que desarrolló el Frente de Todos. Nada diferente de la esencia del Movimiento Justicialista de Perón, su fundador. Ocurrió en los noventa con Carlos Saúl Menem: en el menemóvil había lugar para todos, no subir era quedar fuera de la historia. En el kirchnerismo hubo lugar para todas y todos. En el renovado Frente de Todos, otra vez buenos y malos reafirman que en política hay que sumar, y sumar es ir por la totalidad. Buenos y malos subieron al menemóvil, buenos y malos colmaron las listas electorales de 2019. Demasiados personajes, que hasta hace muy poco eran malditos renegados hoy son de la partida. Las ideas quedan afuera, las identidades se pierden. Es “esto” o estar afuera de la historia, otra vez, pero “esto” -así, indiferenciado- contiene un peligro. La conducción del orden terrenal garantiza la ilusión trascendente, desde Perón que es así, y en estos tiempos; como garantía, la sombra del juego a la derecha pende como una espada sobre quienes se animen a cuestionar. El problema de la actual totalidad es que la derecha está (otra vez) en el propio interior, y la sombra de quienes se animen por izquierda, desde el propio interior, puede ser Ezeiza. El recuerdo de Ezeiza rompe ese sueño trascendente que ya ni líder tiene. Si como dijimos, su política es guerra por espacios, el frente de todos no podrá garantizar ninguna paz si no hay renunciamientos a la vista. Utopía versus pragmatismo, nuevamente. ¿Cuántas Mendoza podrá soportar el carnaval del eclecticismo, sin estallar?
María Cristina Oleaga
Enero de 2024
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