Hegel, con el peronismo, siempre Hegel.






«Eso es en definitiva la política, las ideas aplicadas a nuestro contexto histórico, interactuando permanentemente ante un mundo que se modifica y muta también permanentemente. En esto soy -quiero decirlo- absolutamente hegeliana; la filosofía es hija de su época, la filosofía es esencialmente la época articulada en pensamiento». (Cristina Fernández de Kirchner, en el II Congreso Internacional de Filosofía de San Juan). (* ver nota al pie)

En más de una oportunidad el kirchnerismo se ha definido como espacio transversal, como un movimiento amplio. El comienzo de la frase no es casual, era oportuno en sus inicios generar la idea de unidad y contención, pero sobre todo era imperioso generar consenso popular y del poder. Néstor Kirchner llegó al gobierno argentino con solo el veintidós por ciento de los votos -casi la misma cantidad que su oponente Carlos Menem, también del peronismo que sacó el veinticuatro- y apenas seis por ciento más que el candidato de la derecha liberal López Murphy.

La desconfianza generalizada en la clase política y la descomposición de los partidos tradicionales mayoritarios obligaron al gobierno naciente a lograr ese consenso necesario para subsistir, extendiendo la amplitud de contención a niveles ya no solo contradictorios sino antagónicos. Se apoyó en la corporación de medios de comunicación más importante del país, a quienes les permitió por decreto una fusión de megaempresas de características monopólicas (Grupo Clarín), y en el poder sindical del gremio de los camioneros (Hugo Moyano), dos sectores repudiados por los movimientos sociales que irrumpieron en escena en Diciembre de 2001. El gobierno también tomó banderas de los movimientos sociales preexistentes que operaron en el nivel simbólico como un dique o freno a todo radicalismo que fuese por objetivos antagónicos al orden sistémico: no se investigó la deuda externa, no se sancionó el derecho al aborto legal y gratuito para las mujeres, ni se apoyaron o impulsaron leyes para defender el medioambiente.

La épica kirchnerista comienza con fuerza tras la muerte de su líder, Néstor Kirchner en 2010. Para las elecciones de 2007, el Frente de Todos bajo los símbolos del Partido Justicialista da una muestra contundente de pragmatismo sin banderas. Su candidato a Vicepresidente es un representante de la derecha mendocina, conocido en los movimientos sociales por vetar una ley que protegía la tierra del ataque con cianuro de las mineras. Lejos de todo cuerpo de ideas, ya se trataba claramente de un movimiento cuyo objetivo primario era persistir en el poder.

Una concepción así de la política ve los espacios políticos como fragmentos de poder; la política es aquí  instrumento de intervención en la realidad. Todo es terreno de disputa; al poder que se tiene se debe agregar más poder, a los espacios ocupados deben sumárseles más espacios. Los espacios preexisten, aquí la política no es creación. Se gana y ocupa lo que ya existe. Ni se generan espacios ni se abre el juego a su creación. La política es (mera) gestión de lo existente, nunca transformación ni alteración de las bases sociales que reproducen la vida del país. Los territorios a conquistar se miden, se cuantifican, se porotea permanentemente.

Quienes vemos la política como creación, miramos lo cualitativo: el qué y el cómo del hacer, el para qué. Hay una propuesta ética frente a aquel pragmatismo. No se gana al conquistar todo el tablero, se gana cuando se altera la gramática. Aquí se buscan definiciones, allá se esquivan. A fin de cuentas es una lógica totalitaria; todos es todos. Esa fue la lógica que desarrolló el Frente de Todos. Nada diferente de la esencia del Movimiento Justicialista de Perón, su fundador. Ocurrió en los noventa con Carlos Saúl Menem: en el menemóvil había lugar para todos, no subir era quedar fuera de la historia. En el kirchnerismo hubo lugar para todas y todos. En el renovado Frente de Todos, otra vez buenos y malos reafirman que en política hay que sumar, y sumar es ir por la totalidad. Buenos y malos subieron al menemóvil, buenos y malos colmaron las listas electorales de 2019. Demasiados personajes, que hasta hace muy poco eran malditos renegados hoy son de la partida. Las ideas quedan afuera, las identidades se pierden. Es “esto” o estar afuera de la historia, otra vez, pero “esto” -así, indiferenciado- contiene un peligro. La conducción del orden terrenal garantiza la ilusión trascendente, desde Perón que es así, y en estos tiempos; como garantía, la sombra del juego a la derecha pende como una espada sobre quienes se animen a cuestionar. El problema de la actual totalidad es que la derecha está (otra vez) en el propio interior, y la sombra de quienes se animen por izquierda, desde el propio interior, puede ser Ezeiza. El recuerdo de Ezeiza rompe ese sueño trascendente que ya ni líder tiene. Si como dijimos, su política es guerra por espacios, el frente de todos no podrá garantizar ninguna paz si no hay renunciamientos a la vista. Utopía versus pragmatismo, nuevamente. ¿Cuántas Mendoza podrá soportar el carnaval del eclecticismo, sin estallar?

(*) La frase miente; como discurso filosófico es vago. Así lo haya expresado Cristina Fernández, la filosofía solo es la expresión de una época para quien no ve ni entiende que en las sociedades hay conflictos, antagonismos, puntos de vista enfrentados. No hay una filosofía; no hay una mirada de época; en todo caso el pensamiento hegemónico intenta que la época quede articulada en «su» pensamiento. Por suerte existe el pensamiento crítico. El pensamiento antagonista, contrahegemónico también parido en su época tienen aspiraciones más humildes: no se propone representar la totalidad del mundo. El pensamiento único no vence ni vencerá.

F. G.
Enero de 2020