La mañana del adiós

“El sol es una esfera de espuma anaranjada. Tiene dos minutos de vida, y morirá para seguir siendo el sol. El sol de todas las personas.

Y es así la marca de tu paso por el bosque. ¿Cómo se verá la luna al repetirse entre tus ojos?”

Reno se despidió de Mariel en una larga y desacostumbrada salida nocturna; las palabras iban y venían como las hojas de otoño. Las palabras descontroladas hacían sentir que sus libertades no eran dones de un demiurgo, brotaban como el rubor de Mariel cuando Reno le tomaba las muñecas; fue en esos decires cuando ella le advirtió que no lo iba a llorar si le pasaba algo.

Él aseguró que nada pasaría, ella acompañó su decisión con entereza; íntimamente sabía que podría suplantar a Reno en su acometida, se sentía libremente entregada a la causa y aceptaba su rol. Reno se hizo el distraído, señaló al sol que nacía entre los árboles y se aseguró que la carta explicando el atentado estuviese en el bolsillo del saquito de hilo color canela que abrigaba a Mariel.

Esa mañana, como todas, Reno fue al taller, pero se desvió una cuadra antes para recalar en la puerta de la fábrica de galletitas. En el amontonamiento general y entre las bromas de los obreros antes que se abriera el paso, un calabrés tan grandote como tosco puso en sus manos un paquete con la barba postiza, un bigote pegajoso y despeinado que parecía un insecto y dos pistolas desparejas en perfecto estado, en un estuche marrón. Antes de la campana de entrada y la apertura del portón gris que los chicos de la cuadra usaban como arco por las tardes, Reno volvió sobre sus pasos hasta el boliche de don Gregorio. En el bar transmutó su aspecto, cerró los ojos y agitó imaginariamente una bandera negra. Al encender nuevamente la mirada su corazón partió a la mansión de la calle Puán a matar al húngaro.

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