Azimel

Azimel se va de viaje. Armó su mochila con menos cosas que deseos y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Dio un beso en el lomo de la Trabex y la soltó hacia adentro, dejándola caer por el buzón de bronce de la puerta. Buscar la felicidad en otro lado -siempre en otro lado- o sentarse a filosofar; antes se decía que vivir bien era saber pensar. Nada más falso.

Dijo que la luna indicaría su camino. ¿Podrá Azimel, seguir sus propios pasos? La sombra de los exiliados siempre marcha por delante. Sólo arrima su ayuda en los repechos, tendiendo sus manos gentilmente como lazos invisibles. Nosotros, sombra de sombras no dejamos de seguirla. Indagamos sin respuestas. ¿Tan difícil es asimilar la marcha? La soledad es un vómito de luz sobre esa mano que se extiende en el repecho.

Lejana, en un bar desconocido. Horario matinal; las señales de tránsito y los vivos colores de los teléfonos públicos indican otro país. Los nombres en el menú, las voces en la radio. Las marcas de los autos, los nombres de las calles. Otro país.

Busca un espejo y allí sus propios ojos; se gusta y no se entiende. Azimel ensaya una seña para pedir algo al mozo. Una franela húmeda pasa por la mesa y se lleva su mirada perdida. Vuelve al espejo. Se gusta; sigue sin entenderse. Moja sus labios ajados en el café con leche y un vapor caliente recorre su nariz. Será la única caricia en ese día.

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